E l siglo XX nos ha dejado una larga lista de personajes históricos que transcienden el plano moral. T.E. Lawrence es uno de ellos. Se le ha llamado el libertador de Damasco, el instigador de la revuelta árabe, el espía del Imperio Británico y el traidor para el que la chilaba y la shisha no eran más que un disfraz con el que poder engañar a un país entero. El legado de Lawrence de Arabia será siempre ambiguo, dependiendo del prisma por donde se mire la historia. Héroe o villano, el expedicionario inglés desarrolló a lo largo de su vida una actividad viajera incansable, a camello o a pie, lo que le hizo ser el europeo más sabio entre los árabes, el árabe más distinguido entre los británicos. Pero aquí se hablará de la historia de T.E. Lawrence, antes de llevar sobre su nombre el apellido de toda una región.

Cuando T. E. Lawrence nació, en el mundo existían aún los viejos imperios, aunque los nuevos estados coloniales ya estaban imponiendo en el mapa sus banderas. El emporio comercial británico había conquistado toda la India y la mayor parte de África. A finales del siglo XIX, la política expansionista del Imperio Británico puso sus ojos en el cuerpo moribundo del territorio otomano, una terreno inmenso que englobaba cientos de lenguas y culturas diferentes, unidas solamente por la media luna islámica. Ese fue el contexto en el que Lawrence salió de las islas para descubrir Oriente.

La fascinación del Oriente en Europa no era nada nuevo. Las bibliotecas de las principales ciudades del viejo continente se habían llenado de libros sobre descripciones geográficas y manuales etnográficos de costumbres de Arabia y la región Palestina, pero pocos eran los que se habían aventurado a visitar todos esos lugares, a vivir como lo hacían los árabes. Lawrence se había distinguido por su apasionamiento de la historia, sobre todo de los conflictos religiosos sucedidos entre cristianos y musulmanes. Su primer viaje a la zona tuvo un carácter académico. El joven galés estudiaba arquitectura y fue hasta Oriente Próximo para examinar los edificios que aún se mantenían en pie desde la época de las Cruzadas. De Palestina hasta el Líbano, tomó nota de las principales fortalezas que los cristianos habían construido para intentar echar raíces en una tierra extraña y hostil. Lo imaginamos visitando, con el sol abrasador de Palestina, el castillo de Karak, el de Kaysun, el de Sidón y la fortaleza de Áqaba, así como el Crac de los Caballeros, todos ellos restos de piedra olvidados y sin cruces que defender.

El primer contacto con Oriente desveló una pasión por la cultura árabe y las civilizaciones anteriores a Mahoma que solamente podía solucionar a través de otros viajes. Fue a partir de 1910 cuando entró a formar parte de varias expediciones arqueológicas británicas, en diversos lugares del Imperio Otomano. Descubrir las huellas de una civilización olvidada, la de los Hititas, pero también llenar las salas del Museo Británico fue el objetivo de tantas expediciones que se formaban bajo el aspecto de lo puramente científico, pero que encerraban otros aspectos comerciales. Su segunda salida a Oriente tuvo como protagonista Karkemis, una ciudad hitita a medio camino entre Ugarit y Hattusa, la capital. Los hititas habían guerreado contra los egipcios y los babilonios y no habían resistido las invasiones de los pueblos del mar, pero su arquitectura descubría, antes que la de Micenas, grandes murallas de bloques de piedra, leones recibiendo al visitante y bóvedas construidas en hilera por aproximación. Todos ellos elementos primordiales de los primeros griegos, pero con un origen oriental y anterior.

Fueron años fructíferos para Lawrence. Los hititas eran una cultura aún por descubrir y la arqueología, a principios de siglo XX, tenía una esencia romántica que la asimilaba con la aventura y el peligro. Y mucho más a partir de estallido de la I Guerra Mundial. El viajero fue mandado a Egipto, ya enrolado en el ejército, para cumplir tareas de inteligencia. De nuevo las misiones de espionaje se entrecruzan con la investigación histórica. Lawrence viaja a la península del Sinaí para explorar el terreno. Arqueólogo y militar, había pocos hombres no árabes que dominaran tan bien el idioma como él, lo que le valió hacerse un hueco entre las gentes locales.

Se adaptó al nomadismo como ellos, bebió café sentado de rodillas, atravesó los desiertos de la península arábica en camello y vistió a la forma oriental. Bajo el aspecto de aliado visitó La Meca, la ciudad portuaria de Yeda, donde descubrió la tumba de Eva, la primera mujer descrita en el Libro, liberó Jerusalén y entró aclamado por la Puerta Dorada y Gaza. Cuando volvía a El Cairo vestía de nuevo los rigores del uniforme británico. Encontró en el conflicto bélico, en el final del Imperio Otomano que tanto había estudiado desde Gales, una forma apasionante de viajar y conocer un mundo antiguo y petrificado por la arena. Traidor o héroe no son categorías presentes en el dialecto de los viajeros. Sus ojos vieron, sus manos tocaron y su nariz olió todas y cada una de las ciudades descritas en los libros de las bibliotecas. Y eran ciertas. Arabia existía. Solamente había que dejarla aparecer en el mapa.