V isto de cerca, en poco se diferenciaba el rey, caminando por los pasillos del Escorial, de aquellos comerciantes flamencos que llegaban a las costas de Heraklion para vender todo lo que no habían podido colocar en Durazzo y Ragusa. Tenía la barba rala y pelirroja y la mirada asustadiza, como si sobre sus hombros no descansase la soberanía de medio mundo. Pensó que aquel monarca no visitaría más que una centésima parte de los dominios que regentaba. Nunca vería ni América, ni las islas de Filipinas, ni los enclaves de la India. Ni siquiera las costas africanas. Le costaba un mundo salir de aquel monasterio que con tanto sacrificio habían construido para él. Con la belleza que se esparce por el mundo, cómo es posible que no abandonara, al menos unos meses, la sierra de Guadarrama por las colinas de Roma, pensó.

Laocoonte.

El pintor llevaba algunos años viviendo en Toledo. Como si su vida fuese un hilo de seda, colorido y delicado, había llegado hasta el extremo opuesto de la geografía movido por el mismo impulso pictórico. Doménikos Theotokópoulos quería retratar la realidad a través de una belleza mojada. Así se plasmaba la luz en sus cuadros, como si desprendiese un agua tropical que humedeciese el aire que lo rodeaba. Y con esta idea desembarcó en todos los puertos, esos fragmentos de mar, y caminó por todas las ciudades como las hebras del lienzo se van pegando al óleo. A la belleza le concedió el deseo de ser representada con su alma y no solo con su cuerpo.

Pobre Felipe II, pensaba, con los ojos buscando alguna escapatoria en el suelo, sin atreverse a mirar fijamente a aquel pobre pintor que acababa de presentarse en la corte. Le dijeron que se hacía llamar El Greco, porque su nombre auténtico era demasiado difícil de pronunciar. Sonaba a caballero cruzado, a los tiempos en los que Grecia dominaba Oriente y no era un tesoro ultrajado en manos de los turcos. Había llegado a El Escorial para escuchar el veredicto del rey de España. Su cuadro, El martirio de San Mauricio y la legión tebana no había gustado demasiado en la corte. Para un monarca siempre es más difícil rechazar una obra de arte que posar para la posteridad. La obra no se centraba en el tema del martirio y a esas alturas del siglo ya estábamos en Trento. ¿Qué había de la sangre y el hambre a la que fueron sometidos los soldados por no renunciar a Cristo?

Pero el pintor se fue de aquel palacio con las manos en los bolsillos, encarando la vía de Toledo como tantas veces había hecho antes. La ciudad lo había acogido seis años. Llena de casas señoriales, la catedral se elevaba por encima de todos los tejados, con su torre de escamas grises. Qué distinta era la antigua capital de Carlos V con respecto al mundo que había visto con sus propios ojos. Nada que ver con Heraklion, la pequeña ciudad costera de Creta en la que había nacido y en la que había aprendido a pintar desde niño, jugando con las vasijas rotas enterradas en el suelo y en las que se dibujaban, con perfil casi borrado, la cabeza de un Minotauro.

Hacía tanto tiempo que no contemplaba el mar de Grecia que ya se le había olvidado el color zafiro de su ondas. En Toledo no había ni brisa marina. Castilla era un páramo duro de riscos profundos, pero pocos cielos había visto tan limpios como los de España. Ni siquiera en Venecia, donde llegó con algo más de veinte años, el hambre metida en el cuerpo y unas ganas de pintar que le hacían enfermar de melancolía. Allí descubrió el mundo nuevo, el de las especias de la India al lado de las damas empolvadas con arroz. La ciudad que había plegado las velas para pintarlas. Entró en los talleres y curioseó los bocetos de los grandes maestros. Era el siglo de Tiziano, de Tintoretto y Veronese. De ellos aprendió la luz mojada y el poder del color. Gracias a ellos abandonó las Vírgenes de mirada pétrea con el Niño hierático.

Su ambición ya no tenía límites. Venecia se quedó pequeña y en poco tiempo sus canales fueron cambiados por las callejuelas empedradas que desembocaban en el Tíber. Entró en Roma con la intención de ser el pintor más valioso de cuantos albergaba el Vaticano. Visitó la Capilla Sixtina y consideró, entre la multitud de salvados y condenados que figuraban en el gran fresco de la cristiandad, que su arte podría estar a la altura de Miguel Ángel. Él, que había nacido en un pueblo de pescadores y no sometía su estilo a la conveniencia de ningún rey ni de ningún papa.

Entre orgulloso y cansado abandonó El Escorial aquel día en la que conoció al rey de medio mundo. Para un pintor que había visto tantas tonalidades de colores, que había captado todos los amaneceres en alta mar y que había conjugado el fuego de las velas con las sombras de la noche la opinión adversa de un rey no sería más importante que la de su conciencia. De camino a Toledo, el cielo amenazaba tormenta. Borrasca en el horizonte. Algún día la pintaría y le pondría el nombre de Laocoonte.