Allá por los primeros años 70, la Francia de la revolución sociocultural de mayo del 68 dejó un profundo poso en la historieta. Reconvertida de entretenimiento infantil en herramienta contracultural, los autores y autoras no solo reivindicaron el noveno arte como forma de expresión artística, sino que llevaron su coherencia rupturista a romper con las editoriales tradicionales y autogestionarse. Colectivos autorales como los formados por Claire Brétecher, Marcel Gotlib y Nikita Mandryka crean en 1972 L’Echo des Savanes, mientras que Moebius, Dionnet, Druillet y Farkas lanzan pocos años después Metal Hurlant, estableciendo dos cabeceras míticas que cimentaron el cómic de autor y certificaron el giro de los tebeos hacia un público adulto.

Sobre el oficio de dibujante

Sin embargo, no les corresponde a estas recordadas revistas la consideración de pioneras en la autogestión autoral, sino a un título publicado en España casi dos décadas antes, en plena dictadura franquista. En 1957, con la Editorial Valenciana comenzando lo que sería un largo declive, el panorama del tebeo en España estaba completamente dominado por Editorial Bruguera, tanto en las publicaciones de aventuras (con el popular El Capitán Trueno a la cabeza) como en las humorísticas, con Pulgarcito o DDT como buques insignia. Un éxito comercial que se basaba en una explotación laboral sistemática de geniales autores que veían cómo el aumento de ventas no se traducía en reconocimiento, sino en exigencia de más y más producción en unas condiciones laborales paupérrimas.

Ante esta situación, algunos de los mayores genios de la editorial decidieron plantarse, irse de Bruguera y buscar su propia oportunidad. Escobar, Peñarroya, Conti, Cifré y Giner crearon Dibujantes Españoles Reunidos (D.E.R.), una editorial que ya expresaba desde su nombre su militancia gremial y que quiso hacerse un hueco en el mercado con la revista Tío Vivo. Similar en concepto a DDT y su inspiración argentina, Rico Tipo, el «semanario de humor para mayores» buscaba espacio en los concurridos quioscos con series como El caco Bonifacio, Blasa portera de su casa, La familia Pí, Golondrino Pérez o Tarúguez y Cia, con las que podría ganarse el favor del público pero no enfrentarse contra la maquinaria monopolística del emporio del tebeo. En apenas tres años, las artimañas comerciales de la gran editorial dejaron fuera de combate a una de las iniciativas autorales más importantes que se recuerden, pionera de un movimiento autoral que tendría su momento décadas después.

Por desgracia, la aventura de los dibujantes del Tío Vivo parecía condenada a olvidarse tras ser fagocitada por la editorial de Mortadelo pero, en 2010, un Paco Roca todavía en volandas por el reciente Premio Nacional por Arrugas anunciaba que su siguiente obra recordaría precisamente esta aventura autoral. Con esa facilidad narrativa que le caracteriza, Roca se puso en la carne y espíritu de aquellos adelantados que reivindicaban su oficio de dibujantes no como parte de una cadena de producción, sino como un arte en toda su extensión.

El invierno del dibujante (Astiberri) es una declaración de amor apasionado por la historieta, que vuelve a las librerías en una nueva edición ampliada para reivindicar a los ‘ninotaires’ que hacían tebeos para niños, representados en una de las generaciones más brillantes del cómic español que decidió tener derecho a controlar su vida. Pero más allá de ese protagonismo, la obra de Roca es un retrato magistral de la sociedad y realidad de la España de los 50, logrando que la rebelión de este pequeño grupo de dibujantes sea una metáfora de las ansias de libertad de todo un pueblo gracias a una obra coral que evita caer en todo momento en una épica desaforada para transitar el amargo camino de la realidad.