Los camellos se orientan de noche sin necesidad de más luz que la de sus pasos. Así atraviesan el desierto sin reclamar la ayuda de la Luna y las estrellas. De esa misma forma, Egeria visitó los Santos Lugares, un Oriente que conservaba el misterio de las religiones monoteístas y que echaba de menos a los profetas. Todo cuanto llevó consigo fue una Biblia escrita a mano y una fe para mover montañas. La necesitó para recorrer el mundo romano, desde su Gallaecia natural, andando por la Península Ibérica hasta dejar atrás los Pirineos, arquear el sur de Francia, el Norte de Italia y tomar un barco que la llevaría directamente a Constantinopla, la ciudad que Constantino el Grande había fundado hacía tan solo sesenta años para extender la cruz por el mundo.

Egeria realizó el viaje más extraordinario de todos, entre el 381 y el 384. Primero leyó en la Santas Escrituras los lugares que visitaría un día. Conoció de primera mano (la de Dios) la tierra en la que había nacido el Cristo y se había desarrollado la cultura de los judíos, los antepasados de los discípulos. Lo hizo tras las paredes del convento en donde rezaba y entregaba su vida. Cuidaba de un huerto y escuchaba misa. Pronto venció los muros de su celda y salió al mundo que había leído para demostrar que era cierto. Ella también quería ser parte de aquel relato. Cogió una palma y se preparó para atravesar el Mediterráneo. Viajaría siglos atrás y encontraría en sus pasos la verdadera historia de una religión que ya empezaba a dominar todo el mundo conocido.

El Itinerarium es uno de esos milagros que la humanidad ha conservado. Un relato de viajes a Tierra Santa escrito por una mujer hispana en el siglo IV que describe un mundo fascinante en donde los caminos se conectaban a pesar de los kilómetros y las lenguas. Egeria inicia su narración a los pies del Monte Sinaí y escucha el canto de los peregrinos que esperan su ascensión para llegar al lugar donde Moisés recibió los Diez Mandamientos. Cuando inicia su escritura, ya lleva un año viajando. Tras su paso por Constantinopla, ansía llegar al lugar donde la cruz se erigió una mañana de viernes Santo. Se llama Jerusalén y la ha imaginado tantas veces en la celda de su convento que puede perderse por sus calles sin más orientación que su fe. Traspasa las murallas de Jerusalén (una ciudad aún romana que busca entre las ruinas el Templo de Salomón), se sumerge en las calles estrechas donde el Mesías fue crucificado, el Monte de los Olivos, con sus árboles quietos y llenos de perfume, el Santo Sepulcro, donde busca una luz que indique el día de la Resurrección. Revive los versículos del Evangelio y susurra las siete palabras para que el incienso de las iglesias adopten la luz de la tarde.

Se quedará durante tres años en la ciudad de los miles de años, pero viajará a Jericó (el asentamiento más antiguo de todos según la arqueología moderna), Nazaret, Belén y Cafarnaúm, donde Cristo mandó a Pedro echar sus redes y pescar hombres, en las costas del Lago Tiberíades. También Galilea y Hebrón, ciudades que va a buscar siguiendo las huellas de Abraham. Egipto y el color de sus arenas no son límites para su viaje. También alcanza sus puertos, allá donde el mar se abre al comercio y las ánforas de barro. En el monte Nebo quiere encontrar entre las piedras del desierto la estatua de sal en la que se convirtió la mujer de Lot al mirar la ciudad de Sodoma en llamas, pero Egeria, la viajera de la fe, es también una escritora honesta, y desmiente que exista tal fábula. Su prosa no es ciega a la razón. Al contrario, se esfuerza por conjugar fe y entendimiento.

Tras vislumbrar África y Asia en la cima del Sinaí decide volver a la Gallaecia, pasando por Jerusalén. Antes de abandonar Oriente se adentra en las llanuras del este, en los países antiguos de Ur, donde las civilizaciones construían torres más altas que el cielo. Son los zigurats, construcciones que muchos biblistas quieren relacionar con la Torre de Babel, gracias a sus formas alargadas que intentan escalar el cielo. Allí ve su reflejo en las aguas del Tigris, un río que lleva la sangre de los primeros hombres de la Historia. Vuelve por la Península Anatolia, visitando Mesopotamia, anhelando la legendaria ciudad de Babilonia y pisando el suelo de Siria, siempre fresco de martirios. En Tarso busca las huellas de San Pablo y decide visitar Éfeso, la ciudad más griega de Turquía. En ese momento se pierde la pista de Egeria. No sabemos si logró volver al convento, si su viaje se extendió hacia el oeste, en los dominios de una Roma melancólica y borracha de poder.

Las vivencias de sus días en Tierra Santa se olvidaron en los monasterios europeos, cuando los hombres perdieron el latín como lengua de subsistencia. Fue en el siglo XVI y porque la casualidad del destino exige siempre una confusión, cuando Egeria volvió a la vida y su viaje cobró forma en los pies de los peregrinos más audaces. Egeria hizo lo más difícil en un mundo de hombres: demostró que la Biblia era un relato en movimiento y que también había sido escrito para que las mujeres lo leyeran, lo entendiesen y lo convirtiesen en un viaje.