Dice la filosofía que la diferencia entre el ser humano y la bestia es la conciencia, ese artilugio que nos va acompañando desde niños y que se va haciendo notar conforme se cumplen años. También la capacidad de raciocinio, hecho dudoso en algunos casos bien. Acaso, como decía Aristóteles, el sentido del humor sea la prueba más fehaciente de que el hombre es diferente a todas las especies que conviven con él. Sin embargo, hay otra característica que supera a todas las demás y que mantiene a los hombres bajo un halo misterioso: la necesidad de viajar.

Aquel antepasado se desprendió de su sombra hace 2,8 millones de años y dejó las copas de los árboles para siempre. Descendió a la tierra, donde vivían los rugidos y las mandíbulas afiladas, y aprendió a vencer sus temores con piedras y fragmentos de madera disecada. El valle bajo del Awash vio separarse a los primeros homínidos, los que se erigieron de sus patas traseras, de los que decidieron continuar su vida en lo alto de los árboles, comiendo fruta y renunciando, sin saberlo, a una eternidad de lugares desconocidos.

Fueron nuestro Adán cromosómico y nuestra Eva mitocondrial. El relato bíblico escoge mejor los nombres. Hay más poesía en un versículo hebreo que un manual de antropología. Es inútil negarlo. Pero subyugar a la ciencia supone ir demasiado lejos. Hubo, en realidad, un Adán y una Eva que vivían en un paraíso. Ese Edén, concedámoslo, no estaba surcado por cuatro ríos pero sí disponía de muchos árboles, frondosos y seguros, de esos grandes árboles africanos que proporcionan largas siestas sombreadas a los leones.

Cuando el homo erectus aprendió a caminar con dos patas descubrió también que a su alrededor se abría un horizonte hermoso. El paisaje, más allá de la montaña, guardaba siempre una cima nueva que perseguir. Como el barco que intenta atrapar el sol cayendo por el océano, el hombre se habituó a cruzar los ríos y a escalar montañas. En su camino hizo de los árboles cabañas y a los animales que habían convivido con él los convirtió en comida. Pasó de ser devorado a devorar. Perdió el miedo al crepúsculo y supo que la noche significaba el anticipo del día. 

De esta forma se dividió en grupos cada vez más numerosos y mientras unos bajaron hacia el sur, otros pusieron la mirada en la estrella polar, que en aquellos tiempos no era más que un sol congelado y distante. Disputaron los desiertos y entraron en el cuerno de África. Atravesaron el mar Rojo, en una expedición que tardó cientos de miles de años, y pisaron una tierra dura y dominada por el polvo. Arabia volvería a confundir los caminos de nuestros hombres: algunos tomaron rumbo hacia el este, donde la arena cubría el mundo y, al final del camino, solo al final, la lluvia descendía del cielo como un jarro de miel; otros, en cambio, subieron hacia el norte y descubrieron otro mar, este de forma extraña y alargada. 

Allí empezaron a asentarse en ciudades que hoy nos resultan viejas, como hechas de barro: Galilea, Tabun, Karain... hasta que la nieve cubrió los campos y las montañas sugerían en sus cimas instrumentos para matar, si uno no quería ser matado.

El hombre se hizo viajero para sobrevivir. Sin el fuego en los pies, sin la necesidad de conocimiento, nunca hubiese bajado de esos árboles que aún hoy conmueven el precio de los safaris. El hombre se hizo hombre precisamente porque venció a sus miedos y a su genética y se lanzó a descubrir lo que ignoraba. Caída la tarde, a punto ya de estallar la oscuridad en su mirada, decidió no mirar atrás. Al erguirse de sus patas traseras, eligió también convertir su vida en un viaje. El homo viator estaba dentro de él desde que vio las copas de los árboles desde abajo y se despidió de aquellos que prefirieron verlo perderse por el horizonte.

En todos los grandes viajes está impresa la semilla de esos tiempos nómadas. En todos los grandes viajeros duermen agazapadas las ansias de descubrir de los primeros hombres. De Marco Polo a Ibn Batutta, de Colón a Gagarin, en un barco, un camello o un cohete espacial, ninguno de ellos hubiese llegado hasta la meta sin ese homo que decidió erguirse para convertirse en un viajero eterno. 

Si Amstrong pisó la Luna fue porque millones de años antes los árboles se quedaron insuficientes para saciar las ansias de una especie sedienta de conocimiento. Muchos viajeros se perdieron en mares ignotos, en desiertos calcinados de soledad o en montañas tan altas que congelan los cadáveres de los exploradores, como fotografías en blanco y negro. En sus derrotas está también el avance de la humanidad, el paso a paso, del niño que gatea fuera de su cuna hasta el anciano que toca el bastón sin poder moverse de su silla. No hay nada más humano que viajar, por eso somos los lugares en los que hemos estado.