Sólo los tontos tienden a pensar que el valor de algo va en función de su tamaño, ya se sabe aquello de ‘burro grande ande o no ande’, un pensamiento demasiado habitual, y por qué no decirlo, también algo vulgar. En una sociedad de consumo como la nuestra donde las cosas se miden por su tamaño, a mayor dimensión mayor calidad, lo grande siempre será bueno y, en contraposición, lo más pequeño dejó de tener valor en el momento en que esa vara de medir comenzó a crecer olvidando que la propia esencia de la vida surgió desde la partícula más pequeña.

La historia está llena de imbéciles e ignorantes prepotentes que dejaron para las mujeres el noble arte de la miniatura por creer que aquella era una disciplina menor, sin importancia, obras pequeñas para artistas pequeñas de pequeño talento, ideas éstas de hombres grandes de grande estupidez cuyo ego no podía soportar ser superado por ninguna de ellas. Con sólo recordar las palabras del maestro Renoir, grande como artista, sin duda, bastante mediocre como persona, «la mujer artista es sencillamente ridícula», nos hacemos una idea de todos los prejuicios contra los que estas creadoras tuvieron que luchar, en el sentido más literal de la palabra.

Las flamencas Levina Teerlic y Caterina van Hemessen, desde Francia Sophie Liénard, en España, Francisca Ifigenia Meléndez, sobrina de Luis Meléndez, y Teresa Nicolau Parody, todas ellas fueron reconocidas miniaturistas que ejercieron su arte desde soportes tan distintos como el esmalte, el cartón, la madera o el marfil. Aunque su práctica era considerada afín a las cualidades femeninas: la destreza y la precisión que se requería sumado a la paciencia decían eran propias de la mujer, pero lo cierto es que era un arte que necesitaba no sólo de una concentración extrema, sino también de un gran capacidad de análisis, pues los trazos aplicados en pocas pinceladas de corto recorrido eran realizados muchas veces con acuarela, técnica que no permite rectificar en caso de error.

En Estados Unidos una de las artistas que a mitad del siglo XIX destacó por el temple de su mano y un virtuosismo técnico que hasta superaba al de otros artistas que practicaban artes mayores fue Sarah Goodridge. A muy temprana edad aprendió a dibujar de forma autodidacta mientras tallaba con un alfiler sobre cortezas de abedul que encontraba, su talento era evidente y pronto comenzó a tomar clases de pintura decantándose por el retrato.

En 1820 se independiza, y con poco más de treinta años se establece en Boston con una de sus hermanas, que también tenía ciertas dotes para la pintura. Así, ambas se dedican al retrato en miniatura, que en ese momento gozaba de una gran popularidad por su versatilidad, pues estos podían ser engarzados en un broche o colgante, enmarcados como una pintura, o introducidos en diminutas cajas que muchas veces servían de regalo entre enamorados. Su maestría pronto la hizo famosa entre la burguesía, personalidades de todo tipo acudían en su busca para tener su retrato, como el caso del abogado y congresista Daniel Webster, del que quedó absolutamente enamorada desde el mismo instante que comenzó a trazar su rostro en el diminuto fragmento de papel, a pesar de estar casado y con tres hijos, pero ya se sabe que el corazón no entiende de esos menesteres.

Parece ser que el político también quedó impactado por la chica, pues lo llegó a retratar hasta en doce ocasiones en los años siguientes, seguramente un buen pretexto para pasar unas horas con ella en su estudio.

En 1828 Daniel, recién nombrado congresista, queda viudo y Sarah, en un acto insólito de atrevimiento, impropio para una señorita en ese momento, toma una decisión sorprendente. Lleva un espejo grande a su estudio, se encierra con llave y pide no ser molestada, se desnuda y en una pequeña lámina de marfil comienza a dar forma al autorretrato más erótico y avanzado pintado por una mujer hasta ese momento: un primer plano de sus pechos realizados con tal realismo que estos parecen querer tomar forma y desbordar el espacio en el que han sido encerrados.

¿Cuántas cosas se pueden guardar en una pequeña caja de apenas ocho por siete centímetros? No son necesarios espacios demasiado grandes para almacenar los recuerdos o el más grande amor, porque tal y como demostró Sarah Goodridge el amor también cabe en una diminuta caja. Belleza revelada no es sólo el título de su obra, sino toda una declaración de intenciones, en ese momento ella le entregó su amor del modo más puro que pudo encontrar, ofreciéndole su propia intimidad y quedando absolutamente desnuda en todos los sentidos.

Como era de esperar nunca se casó, tampoco pudo convertir su amor platónico en algo real pues éste se casó un año más tarde con la hija de un rico comerciante, pero sí pudo vivir de su arte amasando una pequeña fortuna que le permitió una situación acomodada, hecho poco habitual en una mujer durante esos años del XIX y, por tanto, criticado, envidiado y juzgado, eran muchos los prejuicios.

A pesar de su reconocimiento, cuando falleció ninguna noticia en los periódicos recordó su éxito ni su nombre como pintora, ese mismo día simplemente la olvidaron, así como su pequeña caja cargada de erótica belleza que durante muchos años estuvo olvidada en uno de los cajones del mueble del senador; afortunadamente hoy se encuentra en la colección del Museo Metropolitano de Nueva York donada por sus compradores en 2006 tras ser adquirida años antes en una subasta.

Cuidado con esas manos que escriben la historia, nunca objetivas, siempre limitadas por sus propias filias y fobias, a veces también por el odio o el resentimiento. Aún hoy sigue pasando, muchos artistas quedan al final de la cola por no ser afines a éste o aquel, de igual modo otros muchos ocupan los primeros lugares sin tener su trabajo la calidad para hacerlo. Por suerte y por desgracia, vivimos un momento de redescubrimiento de las mujeres artistas como consecuencia de esas manos desafortunadas, que esta situación no vuelva a repetirse y dentro de quinientos años no tengan que redescubrir a todos esos artistas, hombres o mujeres, que alguien dejó a propósito olvidados en el camino.