Marisa López Soria (Albacete, 1956) es una escritora inquieta. No suele pasar mucho tiempo sin que un nuevo libro con su firma llegue a las librerías. Y eso no solo es gracias a una pluma sumamente prolífica, sino a que la ‘murciana’ –lleva años residiendo en la Región, entre Cartagena y la capital del Segura– sabe rodearse de grandes amigos. Su último libro es un buen ejemplo de ello: Ellas vuelan (Creotz, 2021) nace del empeño de la editora Teresa Zataraín por sacar a la luz a algunas de las «poetas olvidadas» del siglo pasado y del buen hacer frente al folio en blanco de Francisca Gata, Raquel Lanseros y la propia López Soria. Cada una de ellas –y con el apoyo gráfico de la ilustradora Mo Gutiérrez– se ha metido en la piel de siete de estas autoras; algunas particularmente especiales para nuestra protagonista.

¿Cómo ha sido escribir Ellas vuelan, Marisa? ¿Qué historia hay detrás de este libro?

Esto es un encargo que nos hace a las tres la editorial Creotz hace ya casi dos años. La idea era que nos ‘hiciéramos’ con siete poetas del siglo XX y nos metiéramos en su piel. Era una propuesta muy interesante porque hablamos de un trabajo que te permite imaginar lo que sentía otra persona –poeta, a más señas– en un contexto concreto. Y, claro, debíamos intentar escribir unos versos que fueran acordes con su vida y con su manera de ser. Desde luego, era algo muy complicado, pero al mismo tiempo era un gran reto. Y, lo cierto es que para mí fue una maravilla trabajar en estos poemas..., por un lado, porque era un proyecto que me daba la oportunidad de volver a la poesía [en ese momento, todavía no había publicado Muy señores míos y llevaba más de 20 años sin firmar un poemario adulto], y, por otro, porque me tocaron escritoras realmente hermosas: Alejandra Pizarnik, Blanca Varela, Gabriela Mistral, Carmen Conde..., ¡y mi madre, Josefina Soria! Pero las cosas no siempre son tan bonitas..., y lo que parecía sencillo se fue complicando (la editora dejó la editorial por un tiempo y se marchó a Londres), y ahí que haya tardado tanto en ver la luz. Pero bueno, en ese tiempo fueron saliendo poemas muy hermosos (siete por cabeza), cada uno con la impronta de su autora y dando lo mejor de nosotras mismas.

Supongo que cuando le ofrecieron hacer algo así fue difícil decir que no. Se trata de un proyecto que, además de bonito, es necesario.

¡Claro, por supuesto! Además, yo ya había trabajado con Teresa Zataraín para la publicación de Chocolate y besos (2017), y aquella edición era tan hermosa que les dije que sí de cabeza. Y luego, además, este proyecto me daba la posibilidad de llevar a mi madre conmigo y de darle voz junto a todas esas mujeres que, en su momento –además de grandes poetas–, fueron también amigas. Yo recuerdo que con muchas de ellas llegó a ponerse en contacto a través de Carmen Conde: con Juana de Ibarbourou, con Ernestina de Champourcín... Y, mira, fíjate: Gabriela Mistral fue la encargada de prologar el segundo libro de Carmen, y ella fue la encargada de introducir uno de los de mi madre. Con esto quiero decirte que entre todas ellas había un hilo, una red de afectos que se tejió durante años y que iba desde nuestra orilla hasta la del Atlántico (porque muchas de estas escritoras eran latinoamericanas). Así que ha sido un lujo participar en un libro así, que, además, es a la vez como un álbum con ilustraciones de Mo Gutiérrez, casi un objeto de coleccionista.

Y tanto para un público adulto como para el lector más joven, asegura Zataraín...

Efectivamente. Y eso es importante. Nuestros adolescentes necesitan saber de estas mujeres, de estas poetas que fueron pioneras y que han sido opacadas por muchos otros hombres (algunos de ellos, también, grandes autores). También los que somos más adultos, por supuesto, pero no quiero dejar de pensar en los jóvenes... Además, para ellos y para todo aquel que quiera, casualidades de la vida, al mismo tiempo en que trabajaba en Ellas vuelan me encargaron un ciclo en la Biblioteca Regional que se llama ‘Poetas y poetos’ y con el que hacemos un programa al mes para el canal de YouTube del centro. Pues bien, hasta el momento llevamos tres: uno dedicado a Gabriela Mistral, otro a la relación entre Carmen Conde y María Cegarra y otro a Juana de Ibarbourou, y para cada uno de ellos hemos invitado a un experto: para el primero, a la propia Teresa Zataraín, que es la gran entusiasta de estas poetas; para el segundo, a Fran Cegarra, y, por último a mi compañera Raquel Lanseros.

Cada una de las poetas que ha tratado debe ser importante –ahí está, por ejemplo, Carmen Conde, a la que seguro conoce bien–, pero no puedo dejar de preguntarle por cómo ha sido eso de meterse en la piel de Josefina Soria, de su madre.

Pues el suyo es, sin duda, el poema que más me gusta, pero también el que más veces he rehecho [Ríe]. Para mí era importante que saliera redondo y, la verdad, creo que si ella lo leyera le gustaría mucho. Porque al final el poema nos muestra a una poeta ilusionada, luminosa..., como en realidad era Josefina, con gran inquietud, ganas de comerse el mundo y una poesía fantástica. Y todos los he hecho con la misma pasión y la misma ilusión, pero evidentemente el parentesco me ponía con este en una situación un poco especial.