El pintor Claudio Aldaz, como la mayoría de nosotros, se ha visto superado. Arrollado, incluso. Esto no es, ni mucho menos, lo que nos prometieron cuando, tras el ‘susto’ del Efecto 2000, iniciamos el tercer milenio de nuestra era moviendo la cola como perros contentos. La metáfora no es baladí, pues a una serie de canes exaltando su alegría dedicó entonces una de sus colecciones más celebradas: Soy un puto perro que mueve el rabo (2000). Pero, claro, de aquellas, el murciano se encontraba en Lisboa terminando sus estudios en Bellas Artes; era joven, seguramente feliz y, casi con total seguridad (y como todos a esas edades), un poco ingenuo. Así que, efectivamente: un tren que venía a toda máquina le (nos) pasó por encima.

No se preocupen, Aldaz (Murcia, 1976) está bien; lo del tren tan solo era una nueva metáfora sobre cómo fue para él saltar al mercado laboral –con alguna experiencia un tanto traumática–, enfrentarse a problemas adultos, comerse una crisis que todavía anda dando coletazos y, por si no fuera suficiente –y sin entrar siquiera en el terreno de lo personal–, vivir una pandemia global que todavía no parece tener solución. De hecho, y pese a todo lo anterior, está lo suficientemente entero como para inaugurar este jueves en el Palacio Almudí de la capital del Segura su último trabajo, Viejos dioses, nuevos ídolos (2021), una exposición que en cierto modo recupera a aquellos alegres canes que pintó a principios de siglo y que..., bueno, ya no parecen tan amigables.

Ahora algunos ‘lucen’ descuartizados sobre la calzada y con las marcas de un neumático tatuando su vientre, mientras que los que han superado la embestida muerden y se orinan sobre los coches. ¿Qué les ha pasado? «La vida», responde Aldaz. «La vida –insiste–, que les pasa por encima y se los come». Y ellos responden, aunque no sean rival ante un vehículo en movimiento: «Es la lucha de la humanidad contra el progreso; la de la naturaleza contra lo artificial. Es un conflicto inevitable pero, a todas luces, desigual, ya que los perros nunca van a poder ganar a los coches...», señala el artista, que en esta ocasión reflexiona sobre lienzos y papeles de gran formato que son complementados con una serie de pequeños collages que recogen un nuevo giro de sus ya habituales ‘paisajes de horizonte curvado’ (previamente vistos en Paisajes Lunáticos, en la Sala Caballerizas en 2005, y Paisajes Psíquicos, en la galería Progreso 80 un año después).

«Dice el comisario [Julián Pérez Páez] que tiene un rollo distópico, como de ciencia ficción... Que la exposición es como si cogiéramos una nave espacial y nos diéramos un paseo por este mundo extraño, acercándonos en ocasiones con primeros planos (como los de Perro reventado en el arcén I y II) o mirando desde la distancia (Atropello en la curva I, El observador de mundos, Rupestre UFO, Ahora les contaremos la verdad....)», explica Aldaz, que poco a poco se aleja de esa «temática perruna» para divagar –con las últimas obras citadas– sobre «el aislamiento de la vida moderna»: «Sobre este ritmo frenético en el que vivimos, sobre la velocidad del estrés... De nuevo, sobre la vida, que te arrasa. Parezco un abuelo hablando así –continúa–, pero, al principio, hace no tanto, las cosas llevaban otra marcha..., y la evolución ha sido rapidísima durante este siglo XXI», apunta el murciano, receloso de las redes sociales.

Nosotros, el perro y el coche

Pero son los canes los que centran la atención, obviamente. Sobre todo, como continuación de aquella muestra del año 2000, pero también porque esos perros –los de entonces y los de Viejos dioses, nuevo ídolos– no dejan de ser, en cierto modo, un reflejo de Aldaz y de su generación, e incluso de alguna superior o inferior; es decir, de la nuestra (porque todos, tengamos la edad que tengamos, nos hemos llevado en mayor o menor medida el mismo golpe). «Cuando presentaba hace veinte años la de Soy un puto perro que mueve el rabo, en muchos concursos y ferias me cambiaban los títulos de los cuadros, pero la mayoría aclaraban con su nombre original que eran autorretratos», recuerda. Pues ahora, igual, solo que las circunstancias han cambiado mucho en dos décadas y, actualmente, en vez de mover la cola, el ‘mejor amigo del hombre’ busca a ladridos una imposible venganza: «Es como liarse a cabezazos contra la pared». Aunque, el artista advierte: «Nosotros somos el perro, pero que no se nos olvide que también somos el coche».

Como curiosidad, esta vez –a diferencia de los ocurrido con la serie que pintó hace veinte años– los cuadros son a todo color. «Si te digo la verdad, no fue algo premeditado; surgió de una manera bastante natural y es algo sobre lo que estoy reflexionando ahora. En Soy un puto perro que mueve el rabo se mostraban imágenes muy felices en blanco y negro, que normalmente suele utilizarse más para pintar escenas tristes. Ahora todo es más colorista, pero también más delicado y violento... Quizá seguir esta línea era una manera de alejarme de formas realistas, de quitarle hierro al asunto. Porque me interesaba mostrar los atropellos, pero tampoco como algo muy crudo. Por eso en estas piezas hay mucho humor –aunque sea negro– y también mucho de Basquiat o del mundo del cómic (en lo referente al uso del color)», explica Aldaz, que llevará al Almudí trabajos realizados desde 2015, aunque especialmente de los dos últimos años.

Esto es así, entre otras cosas por los sucesivos aplazamientos de la inauguración, que le han permitido acumular lienzos y ‘atropellos’. «La exposición lleva muchos años de retraso, y es algo que también la ha condicionado de alguna forma... Porque la relación de mi obra con el momento en el que yo me encuentro a nivel personal es fuerte. De ahí que estos perros, que hace veinte años se las prometían muy felices, ahora muestren otra versión de sí mismos», explica el murciano.