Descubrí El graduado en el Colegio Mayor Cardenal Cisneros de Granada, en mis años universitarios. Las noches de los miércoles las dedicábamos a los grandes del cine y aquel invierno habíamos posado nuestros ojos sobre Dustin Hoffman. Recuerdo a mis compañeros siguiendo atentamente los avatares del joven Benjamin y la falta de aliento cuando la señora Robinson aparecía en la pantalla.

Todos sus atributos pasaron inmediatamente a formar parte de nuestra mitología académica: su manera de fumar, su abrigo de leopardo y también sus medias tupidas que nos indicaban los lugares prohibidos de nuestra juventud. Anne Bancroft se impuso a Halle Berry, Charlize Theron, Scarlett Johansson y otras estrellas de nuestra época convirtiéndose en nuestra musa inesperada.

Durante aquella sesión cinematográfica no fui consciente de la manera en la que esta película iba a acompañarme el resto de mi vida. Más allá de las piernas de la señora Robinson estaba la soledad de Dustin Hoffman en su piscina después de graduarse. La misma sensación de ir a la deriva, de haber tirado a la basura tantos años de estudio, me invadió a mí ese verano en el que vi mi último aprobado en el tablón de anuncios de la facultad. Cada vez que alguien me daba la enhorabuena o que mis padres se mostraban orgullosos ante sus amigos me venía a la cabeza ese joven náufrago de la alta sociedad americana.

Mis tormentos desaparecieron con el tiempo. Un contrato de seis meses se llevó por delante todos mis problemas existenciales. Quiero creer que Benjamin corrió mi misma suerte. Al menos yo me lo imagino dividido entre su familia y su trabajo, sin apenas tiempo para pensar en los vacíos del pasado.

Lo que no me ha abandonado nunca por muchos años que pasen es su banda sonora. Mike Nichols andaba buscando la música de su película cuando tuvo la genial idea de contar con Simon and Garfunkel. Las melodías de este grupo neoyorquino habían conectado con medio mundo, sonaban a todas horas en la radio y amenizaban cualquier guateque. El sonido de los 60 no puede entenderse sin sus voces y esto supo verlo Nichols perfectamente. Si El graduado funciona como una obra testimonial de aquella época es, en gran medida, por la presencia de este dúo.

Todo esto lo pude comprobar el verano pasado en un concierto de un Art Garfunkel ya anciano en un pequeño pueblo del estado de Indiana. Apareció en el escenario con ciertos problemas de movilidad pero aún con sus últimos rizos en pie. Su voz, a punto de consumirse, interpretó The boxer, Bridge over troubled water, El cóndor pasa y América. El auditorio, repleto de nostálgicos y de veteranos de guerra, se caía abajo con cada canción. Es lo más cerca que nunca voy a estar de aquel concierto mítico que dieron en Central Park en 1981 y con el que tantas veces he soñado.

Aunque, sin lugar a dudas, el momento más entrañable vino con Sound of silence. Algo mágico sucedió aquella tarde en este rincón del planeta que me hizo regresar a nuestra sesión de cineclub en el Cardenal Cisneros. Allí estaban las siluetas de mis compañeros recortando ese plano fantástico de Dustin Hoffman y Katharine Ross en el autobús del final de la película. No he conseguido olvidar la risa rebelde de Hoffman con la que se dirige hacia ese futuro incierto porque, en cierto modo, así era como nosotros mirábamos también la vida.

Art Garfunkel terminó triunfal su actuación con una ovación de varios minutos. Desapareció del escenario sin cantar Mrs. Robinson y dejándome un extraño sabor de boca por haber perdido una oportunidad única de reencontrarme con Anne Bancroft. Cada vez estoy más convencido de que todos quedamos maldecidos la noche en que vimos El graduado y que nuestra musa de los años universitarios era, en realidad, una ilusión prohibida.