Cuando el despertador rompió el silencio de la noche José Núñez y yo ya llevábamos despiertos unos minutos. Eran las cuatro de la mañana. La humedad se condensaba en los cristales de la ventana. No habíamos bajado de los cuarenta grados. En mayo, la India es una caldera que se prepara para la llegada del monzón. En las ciudades con río, los mosquitos buscan el frescor de la piel humana. Ni las mosquiteras son efectivas. Cogí el cubo de plástico que nos servía de ducha y me aseé lo mejor que pude. Tras vestirme de lino largo, el sudor volvió a mi frente y a mi espalda. El día sería más caluroso que el anterior.

Habíamos llegado a Agra hacía un par de días. Como cualquier viajero, no podíamos pisar la India sin contemplar de cerca el Taj Mahal, «el monumento de amor más impresionante del mundo», como lo llaman las agencias publicitarias para turistas cursis. Desde el primer momento, nos quedó claro que el contraste entre el Mausoleo y el resto de la ciudad solamente se entendía bajo los estrictos parámetros indios de pobreza. Sobre el bello mármol blanco de líneas negras, millones de chabolas construidas en plástico y ramas se multiplicaban, a uno y otro lado del río.

Agra es una de las ciudades más pobres de todo el país. Los viajeros caminan entre multitudes de pedigüeños descalzos por la arena abrasadora. Las calles en torno al Taj Mahal son un mercado de especias, animales vivos enjaulados y carcasas de móviles que solamente sirven en Occidente. El olor impacta al viajero, una mezcla de sudor, zumo podrido y calor concentrado en los tejidos de los toldos. Es un mundo difícil de compaginar al otro lado del muro que separa los jardines y fuentes del Mausoleo.

José y yo habíamos visitado el Taj Mahal la tarde anterior, antes del anochecer. La gran explanada, vestida de rosas húmedas y fuentes, es un ensayo de paraíso terrenal, encerrado en unos kilómetros de irrealidad. Los turistas se fotografían intentando capturar la cúpula del edificio con las manos. Nosotros paseamos en silencio, observando las flores, los cuatro minaretes que apuntan a los puntos cardinales. Entramos en el palacio de mármol y el frío seco nos envolvió. La obra es un capricho entre el estiércol. Una gota de belleza impune en un mar de pobreza. Cuesta asimilar el contraste y mantener la ejemplaridad del buen explorador, que se maravilla a pesar del dolor previo.

El Taj Mahal fue también un dolor inscrito en el emperador Shah Jahan I, que tras la muerte de su esposa, Mumtaz Mahal, mandó construir el mausoleo que serviría como tumba y recuerdo. Es el mayor ejemplo arquitectónico de síntesis árabe e india. La perfección de sus curvas, sinuosas hasta alcanzar el cielo, testimonian un pasado musulmán en la India que tanta sangre ha derramado, sobre todo durante el siglo XX. Al atardecer, cuando los turistas empezaban a llenar los restaurantes especializados en pollo masala, José y yo nos quedamos en una esquina del jardín, apreciando aquel monumento que parecía haber sido hecho para nosotros en esa hora determinada, al lado del río Yamuna, como si fuese un líquido celestial que emana directamente de su cúpula.

Por eso estábamos a las cuatro de la mañana de aquel día de pie. Solamente con ciertos sacrificios se podía hallar la belleza absoluta. El tuctuc nos esperaba en la puerta del hostal. Las calles estaban vacías. Había una falsa paz. Los vendedores dormían en el suelo, al lado de sus tiendas. Las cabras que serían vendidas al día siguiente lamían la cal de las fachadas de las casas. Observamos una familia de monos disputándose un trozo de carne. El trayecto duró media hora, pero llegamos antes del amanecer, cruzando el Yumana por la parte Occidental de la ciudad, la más pobre, hasta llegar a la ribera opuesta del río, donde las aguas sumergen la tierra en arrozales y la ciudad sigue anclada en un tiempo anterior al Taj Mahal.

Fue de los momentos más intensos de mi vida. Todo estaba oscuro y el mausoleo resplandecía con luz propia, reflejando su cúpula en las aguas como si fuese de raso. Mientras José fotografiaba unas instantáneas, yo observé al otro lado, casi por casualidad, a una mujer sentada bajo un gran árbol. Iba vestida de blanco, color que se reserva en la India para las viudas. Ser viuda en este país es peor que la muerte. La mujer sin su marido deja de existir. Tiene tres opciones: o casarse con su cuñado, o entrar en una especie de convento de por vida o quemarse en la misma pira que su marido. A pesar de que el Gobierno Indio ha prohibido tal práctica, son numerosos los casos. Pero aquella mujer que vi bajo el árbol era muy joven. Miraba hacia el río, como si no existiésemos ni José ni yo, detrás de la cúpula del Taj Mahal, esperando tal vez el amanecer, la salida de un sol que nos abrasaría durante todo el día y que involucraría a la ciudad en el mismo círculo de pobreza extrema y jardines para turistas.

A los pocos minutos, el conductor del tuctuc nos obligó a volver a la ciudad. Discutir con un indio es una tarea difícil. Le pagamos el doble de lo establecido en un principio. Cuando volvimos al jardín, ya había salido el sol. No quedaba rastro de la viuda. Empezaba otro día en Agra.