A pesar de ser un simple profesor de instituto, me siento frente al ordenador como Alec Leamas lo hacía en su apartamento de Berlín Este. Él comprueba que las obras del Muro avanzan a buen ritmo. Su mundo se ha partido en dos y el mío es una fotografía fija desde hace casi dos meses. Frente a mí tengo una lista de correos de alumnos: dudas, comentarios y exámenes que me convierten en una especie de policía. La sospecha vive sus días de gloria y mi cara adopta un tono autoritario al leer las primeras líneas.

Alec Leamas, el protagonista de El espía que surgió del frío, es un agente del servicio secreto británico que, al borde de la jubilación, debe acometer la misión más difícil a la que jamás se haya enfrentado: desenmascarar a un agente doble de la RDA, el señor Mundt. Espiará sus movimientos, las calles por las que saca al perro, donde compra fruta y vino francés, sus horarios de gimnasia en el parque y la farmacia donde pide las mascarillas. Un sombra en la distancia.

Así me siento yo. Y no les exagero. No visto un traje gris, ni fumo en pipa, ni llevo pajarita, pero eso son detalles menores cuando uno desempolva su gabardina. Cada mañana me deslizo como un espía sutil por las palabras de mis alumnos. Distingo la excusa de la necesidad. Corrijo los trabajos que me envían con cinco enciclopedias digitales abiertas. Examino su sintaxis y en aquellas partes donde la brillantez del ejercicio destaca, afila el diablo su maldad y me contagia. No hay duda. Suele ser una plagio.

Es entonces cuando me vuelvo justiciero y prometo suspensos a diestro y siniestro. Me afligen las trampas y los atajos. Pero hay momentos en los que recuerdo a aquel estudiante que fui, los trozos de papel pegados en la silla, en la funda de las gafas, discretos y elaborados con letra 7 de ordenador. Las capuchas de los bolígrafos atestadas de conocimiento. Las manos como un desfilar de fechas, las Guerras Mundiales, las Cruzadas y las Constituciones. Aquel mundo pasado en el que copiar era sinónimo de estar vivo. La adrenalina del examen que no había sido preparado a tiempo, el profesor leyendo el periódico, mirando tus nervios y dejándose llevar, como un agente de la RDA a punto de jubilarse, mientras yo hallaba una grieta del Muro donde encontrar el aprobado.

¿En qué momento me convertí en la Stasi? ¿Fue antes o después del confinamiento? Tal vez sea hora de abrir mi periódico mientras mis alumnos hacen sus exámenes, con o sin Wikipedia, y dejar a Le Carré para el verano. Al fin y al cabo, bastante tienen con saber que hay un Muro que, esta vez sí, está pasando por encima de sus vidas.