La cueva de Patmos se ha llenado en las últimas semanas. Será porque es tiempo de leer el Apocalipsis. Yo lo he hecho, lo confieso, pero no como una preparación para el final del mundo. Hablo de acercarnos al texto bíblico a través de un ejercicio de reflexión y serenidad. Nada de sermones religiosos. El Apocalipsis es una genial obra sobre finales posibles, el primer paso para un comienzo esperanzador.

Poco se sabe de su autor. ¿Fue San Juan, el mismo que escribió el Evangelio? No entraremos en disputas teologales. Su escritor se detuvo en una isla del Dodecaneso, muy cerca de la actual Turquía. Un lugar paradisiaco, con playas azules y casas blancas. Entre olivos, se abría una cueva oscura y llena de humedades. Allí fue a parar Juan. Se encerró y se apartó del mundo. Renunció a la contemplación de la belleza y se sepultó en vida en aquella gruta solitaria.

Provisto de raíces, agua, unas velas e incienso, así alumbró uno de los libros más decisivos de nuestra cultura occidental.

Nuestro mundo, este mundo castigado del siglo XXI, fue posible gracias a ciertos sufrimientos pasados. Este confinamiento nos está enseñando a aceptarlo. Cuando se escribió el Apocalipsis corría el final del siglo I y el inicio del II. Juan, un nuevo cristiano, era perseguido por su fe. Ha visto (u oído) el martirio de otros compañeros, de Pedro y Pablo. Familias enteras que murieron sacrificadas por la creencia en Jesús, en la cruz, al fuego o en las garras de los leones. Su escritura en Patmos es también el símbolo de un mundo que se desmorona. La desesperanza de una religión perseguida y la luz al final del camino. 'Apocalipsis', en griego, quiere decir revelación. El libro de Juan es un mensaje que guardar: tras la oscuridad, las calles volverán a llenarse de vida y a brillar.

No estamos tan lejos de aquella isla griega. Los escribas oficiales de nuestro tiempo prefieren hablarnos del precio de la gasolina y del tráfico de datos en internet, en lugar de la cifra de muertos que va arrojando la peste cada día. Se abrirán los cielos en unas semanas, tal vez meses, y veremos la nueva Jerusalén. A eso nos aferramos mientras dure la cuarentena. Más difícil será acostumbrarnos a los discursos vacíos que ya han rebosado la isla de Patmos.