Son varias las pestes que asolaron Macondo. Sin duda, todas más hermosas que la nuestra. O mejor contadas. La primera que sufren es la del insomnio. Sus ciudadanos no podían dormir. Se quedaban con los ojos en blanco en un estado de inconsciencia que rayaba la locura. Días después, empezaron a olvidar la utilidad de las cosas. El olvido es la peor enfermedad de todas. Se ven obligados a etiquetar los objetos para poder nombrarlos. Acaso nosotros olvidaremos también, con el paso de los días, los motivos de este confinamiento. Nos volveremos más descuidados. Escucharemos el sonido de las palmas, a las ocho de la tarde, y nos preguntaremos por quién aplaudimos hoy. Por qué salimos al balcón. Por qué en Bérgamo ya nadie aplaude y si acaso Bérgamo no es un espejo en el que mirarse.

Muchos periodistas nos sermoneaban hasta hace diez días con el alarmismo de una 'gripe común'. Son el primer ejemplo en nuestra sociedad de transmisión del virus literario: de Macondo al quiosco, a las radios y a los programas de televisión. Hoy, muchos de ellos van borrando las pistas de sus juicios. Aquellas proclamas van desapareciendo de sus redes sociales. Utilizan expresiones como 'a toro pasado' e 'imposible de predecir'. La plaga del insomnio hace que los hombres de Macondo olviden también leer. A alguno de nosotros nos costará borrar de la memoria ciertos artículos de hace diez días.

Mientras tanto, esperamos a Melquiades, el gitano que dio a conocer el hielo en las primeras líneas, el mismo que había sobrevivido a todas las pestes y plagas del mundo, desde Persia hasta Madagascar. Trajo, en Cien años de soledad, la solución a la peste. Fue la salvación de un pueblo, la misma que buscamos al abrir los periódicos cada día, esperando encontrar la vacuna que nos saque de casa, que convierta esta cuarentena en un capítulo más de la historia.

Otra plaga fue la de la lluvia, una tormenta que duró cuatro años, once meses y dos días. Y la de la muerte de los pájaros. Pero sin duda, la peste de la soledad es la que más afectó a Macondo, ese virus silencioso que se cuela también en nuestros hogares. La soledad es la cara oculta de estos días. La de nuestros mayores, que viven en salones con la única compañía de una televisión monotemática, escuchando a sus hijos y nietos por un auricular mientras caminan por un pasillo estrecho. La de los enfermos que mueren solos y que esperan tras el cristal un rostro conocido escondido en una mascarilla. La de los funerales sin flores.

Por todos ellos hay que ser Macondo y resistir, y no salir de casa, porque para muchos no habrá una segunda oportunidad sobre la tierra.