Toda esto lo he leído antes. El caos informativo, los hospitales colapsados, las culpas de los políticos, de un bando a otro, los periodistas disparando desde sus trincheras, los médicos ocasionales al cruzar el portal de casa y los supermercados abarrotados, todo está escrito en un libro que cayó en mis manos hace casi quince años. Yo aún estaba aprendiendo a leer, como quien dice, así que la novela me pareció, además de original, descorazonadora. Como si hablase con la enfermedad a gritos.

Me refiero a La peste, por supuesto, una obra que por sí sola convertiría a Albert Camus en una de las mentes más clarividentes de la filosofía del siglo XX, sin necesidad de sumar a su biblioteca El extranjero, El hombre rebelde o Caligula. Escrita en 1947, la obra nos trasporta a un mundo que la humanidad había olvidado ya y que recupera estos días: el del hacinamiento medieval, el de las ciudades colapsadas cuyas murallas se cierran a cal y canto, el de los susurros que se transforman en avalanchas. En definitiva, la novela de Camus nos recuerda la debilidad humana, lo frágiles que somos ante el enemigo invisible. Un virus, una bacteria, un ser minúsculo, más poderoso que un dios vengativo.

La obra se desarrolla en plena contemporaneidad. En la ciudad de Orán, a las orillas del Mediterráneo, el doctor Rieux descubre que uno de sus pacientes ha muerto de forma extraña. Al salir de la consulta camina hacia su casa. En el suelo encuentra dos cadáveres de rata esparcidos por el suelo. Será una visión que lo acompañará en los siguientes días. Los contagios se multiplican. Las ratas toman las calles y siembran de muerte las aceras. La enfermedad se contagia a una velocidad de vértigo entre los hombres. En pocas semanas, la ciudad decreta la cuarentena y cierra sus puertas. Nadie puede entrar ni salir de ella. El mar, el lugar donde los oraneses iban a bañarse al caer la tarde, se convierte en un espejismo de libertad. Pronto también los cadáveres humanos rebosan los cementerios. La peste bubónica ha hecho de Orán una distopía.

Pero la novela es mucho más que su argumento. Camus nos habla de la soledad del hombre cuando carece de Dios. Del ser humano indefenso, que camina por la calle y que no encuentra respuesta a las desgracias. Se muestra su debilidad y su pequeñez ante un sistema que se desmorona. Va muriéndose el mundo a su alrededor: los familiares y amigos; el amor, que antes esperaba en un balcón, ha cerrado las ventanas y echado las cortinas; las cafeterías permanecen clausuradas: ya no hay tranvías que desciendan, como el sol, hacia la playa; la juventud fuma sus cigarrillos solitarios y no conversan ni de fútbol ni de guerra.

El escritor francés plantea una cuestión primordial en el hombre de hoy al sentirse esquivo de Dios. Por un lado puede afrontar su soledad, el destino que lo espera, con compromiso y valentía. Es el doctor Rieux y tanta gente que intenta plantarle cara a la enfermedad y vencerla, poniendo su vida en peligro. Y luego, el camino opuesto, no menos loable, la renuncia al sentimiento y a la lógica. La indiferencia ante la tragedia. La persona que no se conmueve ante el mal y que ve sucumbir a los enfermos de la misma manera que se suceden los días y las estaciones. Es el periodista Rambert, cuya única misión es volver a París junto a su amada.

Los tiempos nos obligan a leer a Camus. La frase parecería ingenua y cursi, si no fuera porque la venta de La peste se ha disparado en países como Francia e Italia. El consumidor burgués europeo llena su cesta de la compra en los momentos de desesperación de mascarillas, gel desinfectante y la novela de un hombre nacido en Argelia y que nos habla a gritos desde hace más de setenta años. Nuestra peste, la que nos toca resistir, también nos deja en el camino un poco de lirismo.

El mismo que intuimos en Max von Sydow huyendo de noche por los bosques escandinavos. El actor sueco se convirtió en un caballero medieval en El séptimo sello. Ambas obras, la película y la novela de Camus, están marcadas por la peste como hilo conductor. El doctor Rieux contempla el amanecer en una playa solitaria mientras espera a la muerte, como el caballero cruzado tras un naufragio. Ambos la burlan durante un tiempo. Los dos personajes llevan a cuestas una existencia absurda y saben que su destino está escrito. En la película de Ingmar Bergman, la muerte invita a jugar al ajedrez a Max von Sydow, mientras este intenta engañarla con distracciones y trampas. Por eso hay ciertas obras escogidas que desde el pasado nos enseñan a interpretar la realidad. La semana en que la peste de nuestros días nos desborda, sabemos que a Max von Sydow le hizo jaque mate la muerte y que en las librerías Camus volvió a tener cuarenta años.

Animo, pues, a los lectores a que hagan acopio literario. Nuevos y viejos libros que sepan ayudarnos a encarar con sosiego las noticias diarias. Que sepan enseñarnos con paciencia a estar a la altura de las circunstancias. Porque del doctor Rieux se puede aprender mucho. Y de las calles de Orán, alborotadas de miedo como las nuestras. Y que aquel caballero medieval que ideó Bergman también nos muestre que el ajedrez es una prueba definitiva, que serena el pensamiento y esquiva a la muerte. Probablemente no tengamos a Boccaccios en nuestras ciudades para aliviarnos el miedo. Las Danzas de la Muerte de este siglo XXI han enmudecido y nadie las quiere bailar. Pero nunca es tarde para recuperar la cordura, que es algo muy parecido a leer a Camus.

Escribió en la última página de la novela, «El bacilo de la peste nunca muere o desaparece, puede permanecer dormido durante décadas en los muebles o en las camas, aguardando pacientemente en los dormitorios, los sótanos, los cajones, los pañuelos y los papeles viejos, y quizás un día, solo para enseñarles a los hombres una lección y volverlos desdichados, la peste despertará a sus ratas y las enviará a morir en alguna ciudad feliz». A veces olvidamos que somos meros aprendices de supervivientes. Quién sabe si la dichosa vacuna no esté entre sus páginas.