Una modernidad interrumpida, pero propia, hispana. Una modernidad de enorme fuerza y personalidad, pero golpeada por una ignominiosa guerra fratricida; heredera de París, pero fiel a sus raíces españolas. Una 'modernidad otra’. La de Rusiñol, la de Zuloaga. La de Solana. Y, ahora, la de la antigua iglesia desacralizada de San Esteban, que casi un siglo después de que los maestros citados rompieran con el realismo imperante de la época y abrazaran incondicionalmente la figuración para cambiar para siempre la historia de la pintura en nuestro país, vuelve a brillar en Murcia con una exposición de altura, con una muestra «internacional» y que es una de las más grandes de la temporada, no solo en Murcia, sino a nivel nacional, tal y como apuntaba ayer su comisario, Nacho Ruiz, de la galería T20.

Romero de Torres, Benjamín Palencia, Rafael Zabaleta, el murciano Ramón Gaya... También, claro, Rusiñol y Zuloaga. Pero, sobre todo, Solana. José Gutiérrez Solana (Madrid, 1886-1945). Quizá el mejor intérprete de la llamada ‘España Negra’ y, sin duda, uno de más destacados de esta particular modernidad. «Es que, en realidad, él es un problema; una incógnita dentro de un laberinto. Porque no es fácil definirle, porque no le podemos encajar con comodidad en ningún lenguaje. Evidentemente, no es tradicional, pero en su obra está toda la tradición de la pintura de nuestro país; sin embargo, tampoco es vanguardia... Solana es una de esas rarezas que tiene el arte español, uno de los creadores que hacen que nuestra modernidad sea otra, que no puede compararse a la de París. Más que una modernidad igual, es una otredad», explica el comisario. «Y, dentro de esa otredad -insiste-, el más distinto, el más distante, es Solana. Además, mira -explica abriendo los brazos y dejando ver la imponente sala-, ni siquiera tienes que saber mucho de arte para verlo: cuando tú te plantas delante de los cuadros de Solana y de los del resto de su generación, te das cuenta de que es diferente», apunta orgulloso Ruiz.

La satisfacción del galerista, sincera y justificable, apunta precisamente en esa dirección, pues la muestra -inaugurada ayer en la sede del Gobierno Regional y titulada, como no podía ser de otra manera, Solana y la modernidad otra- consigue poner al madrileño en su contexto natural y, con ello, subrayar sus peculiaridades y reivindicar la obra de un creador intenso, oscuro y emocionante. Lo hace por medio de un montaje construido «con miradas diagonales» y gracias a una serie de paneles móviles en los que se disponen el casi medio centenar de obras que componen la muestra, 19 de ellas del enigmático, genial y ‘maldito’ pintor. Así, unos retratos nos llevan a otros, un bodegón de Cossío nos remite a El bodegón de la lombarda, la coliflor y el repollo (Solana, 1921) y, poco a poco, la Iglesia de San Esteban va construyendo un relato en el que Solana impone su maestría, como ocurre con otro templo, el de Arredondo, inmortalizado por el madrileño en 1917 en uno de sus lienzos más oscuros y que, en Murcia, comparte ‘estancia’ con el onubense Daniel Vázquez Díaz y el asturiano Darío de Regoyos.

No obstante, hay varias obras que sobresalen particularmente en esta colección, formada, por cierto, a base de cesiones del Banco Santander, de galerías del prestigio como la Guillermo de Osma de Madrid o la de Michel Mejuto de Bilbao, y de coleccionistas de todo el país como Juan Abelló, la familia Valle Ortí (Valencia) y Santiago Ydáñez (Jaén), entre otros. Una de las primeras piezas con las que se topa el visitante -todavía en el hall de San Esteban- es el Jardín de Aranjuez (glorieta II), de Santiago Rusiñol, mientras que, nada más entrar a la iglesia, un Inocencio Medina Vera de gran formato aborda a los amantes de la pintura murcia. Se trata, en concreto, de Escena huertana, de 1925.

No obstante, quizá el cuadro más potente a simple vista de la muestra es Gigantes y cabezudos (1932), de Solana, hábilmente colocado sobre la tarima que antaño debía elevar el altar. «Esa obra es muy importante para esta exposición porque, primero, representa quizá al Solana más reconocible. No obstante, es una pieza rara porque es de una intensidad cromática poco común en él... Ese Solana que ves ahí -apunta Nacho Ruiz señalando Máscara del caimán (1933)- es más característico, más negro, más oscuro; pero este es un cuadro en el que, por ejemplo, el rojo tiene una presencia espectacular. Luego, por otro lado -continúa- los personajes se alinean en torno a una arquitectura, lo cual tampoco era muy habitual en Solana: normalmente, el escenario suele tener en sus obras un carácter más residual, pero aquí tiene una importancia. Y, por último, la distribución de los personajes nos ofrece casi como una pequeña enciclopedia del universo del artista, que ahí nos está contando su pasión, su obsesión, su filia y sus fobias por las máscaras», explica el comisario de la exposición, que apunta alguna teoría sobre el uso de estas caretas por parte del artista como una forma de «protegerse» del mundo. «Pero esto es tan solo una teoría. Hablar de psique de Solana sería meternos en un jardín...», comenta entre risas.

No obstante, conocer aunque sea unas breves pinceladas de su biografía y personalidad ayudan a entender una obra realmente impactante. «La vida de Solana es literaria. Además de pintor, él es un excelente escritor, pero es que su propia vida da para una novela... Llena de desastres, desgracias e intensidad, hace de él un tipo muy extraño, raro. ¿Y cómo influye eso en su pintura, en lo que está contando?», se pregunta Ruiz, que observa un patrón claro en todas sus obras: «Él nunca ridiculiza a nadie en sus cuadros; podría hacerlo con los mascarones [su obsesión, parece, tiene su origen en dos asaltos que sufrió en casa junto a su familia cuando era pequeño], pero no lo hace nunca. Es muy respetuoso cuando pinta, incluso cuando retrata corridas de toros, que no le gustaban, pero prácticamente todos los personaje que aparecen en su obra están aislados. Tú en otros cuadros -pone de ejemplo el de Inocencio Medina Vera- ves como los personajes dialogan, se relacionan, pero los de Solana son una yuxtaposición de soledades; es decir, soledades unidas en las que no existe ‘contaminación’ de relaciones de ningún tipo», aprecia. Esto es lo que ocurre, por ejemplo, con Mujeres desvistiéndose (hacia 1933), una pintura de gran formato que ha sido considerada la respuesta de Solana a Las señoritas de Aviñón, de Picasso, y que comparte sala con una de las piezas más potentes de la muestra: El físico (1927), también del madrileño.

La conexión con Gaya

Completan la exposición varios óleos particularmente interesantes a cargo de Ramón Gaya: un sentido Homenaje a Solana (1973) que puede contemplarse en la sala principal, y dos de las obras más oscuras del murciano que, a la izquierda del portón que da paso al templo, se exhiben junto a un texto que, según Nacho Ruiz, es «lo mejor que se ha escrito» del madrileño; texto, por cierto, que posibilitó la presencia en Solana y la modernidad otra de una pieza tan emotiva, singular e inesperada que el comisario no ha podido resistirse a usar para ilustrar la portada del catálogo de la muestra. «La historia es sencilla: cuando empezamos a montar la exposición, fui a hablar con Isabel Verdejo, la viuda de Gaya, para que nos autorizara a utilizar ese texto, que para mí era imprescindible. Es curioso porque no debería ser así, ya que son dos pintores muy distintos, pero Gaya tiene verdadera obsesión y pasión por Solana, algo no previsible», señala el galerista. «El caso -continúa- es que no solo me dio su aprobación, sino que me dijo: ‘No sé si sabes que Ramón dibujó a Solana cuando estuvo en Valencia’».

El madrileño llega a la ciudad del Turia enviado por la República cuando empieza el bombardeo de la capital durante la Guerra; un viaje «mítico» en el que el maestro comparte autobús con nada menos que Antonio Machado. «Cuando él llega, Gaya ya estaba allí, y coinciden, según Isabel, en lo que pudo ser un encuentro de artistas; es entonces cuando le retrata». Nacho Ruiz habla de un dibujo que es de una intensidad emotiva que no está alcance de muchos de los grandes cuadros que ocupan estos días la Iglesia de San Esteban; de una línea exquisita que refleja todo lo que Gaya ve en Solana, el respeto que siente por él y la profundidad tremenda de la mirada del hombre que da nombre a la muestra. «Entonces, claro, le pregunto: ‘¿Dónde está?’. Y no estaba catalogado, pero el Museo Ramón Gaya lo encontró, nos lo prestó, lo enmarcamos y aquí está», rememora el comisario, que ha colocado esta simbólica pieza junto a la embocadura del pasillo que da acceso a la iglesia y, por tanto, a aquella modernidad, a una ‘modernidad otra’ de la que Solana es, posiblemente, el mejor exponente.