Corre 1941. Hitler ha lanzado la operación Barbarroja contra los rusos. "Aquí fuera la vida humana no vale nada", escribe el joven soldado alemán Hans Horn, destinado en el frente del Este, en su diario secreto (el Ejército lo prohibía). "Una fuerte detonación. Uno de los nuestros queda destrozado y uno de los brazos es arrancado por la articulación del hombro. Del cráneo sale un líquido blanquecino como gachas. Ya no grita, solo balbucea y se le ve el blanco de los ojos. Las manos comienzan a sacudirse extrañamente, sangre, orina y saliva se escapan de su cuerpo. Es uno de los caídos y tiene una muerte desgraciada, miserable, solitaria". Las terribles y apasionantes 550 páginas de 'Corazón solitario. Un soldado en la guerra de Hitler' (Ediciones del Viento) desvelan su lúcido, estremecedor y revelador testimonio, que es a la vez una completa panorámica de lo que significó "sobrevivir" durante el Tercer Reich para un ciudadano cualquiera que renegó desde su adolescencia del fanatismo nazi. Un buen número de impactantes acuarelas del propio Horn, que recuerdan el estilo de Egon Schiele, salpican el relato.

Al morir, en 1989, de cáncer, Horn (Kiel, 1921), médico y violonchelista, hombre culto y pacifista que tras la guerra emigró a Dinamarca con su mujer, Grelein, legó unas memorias de 15 volúmenes a sus dos hijos, quienes de su pasado en la guerra -su "descenso a los infiernos", donde primero fue recluta y luego médico en un hospital de campaña- sabían poco más que la metralla que le dejó en el cráneo, su gran cicatriz en la espalda y 'anécdotas' como la de un soldado ruso al que le había pasado un tanque por encima. "Tiene un aspecto horrible, está completamente plano, como si un rodillo de amasar lo hubieran reducido a un ser bidimensional. No puedo apartar esa visión de mi cabeza", escribió.

Con aquella herencia de 5.000 folios y cientos de dibujos y antiguos documentos, su hijo Thomas, médico jubilado, escribió en el 2013 al escritor y periodista danés Tom Buk-Swienty (1966), excorresponsal en EEUU y cuyos abuelos paternos sufrieron también la guerra en el frente oriental, y le confió el mecanoscrito. Este seleccionó el material (había tres versiones, una en alemán y dos en danés, una más detallada y actualizada que la otra) y lo hiló de forma magistral contextualizando el día a día de Horn con los hechos históricos y logrando una absorbente y fluida narración que inicia por el final: en mayo de 1945, con Alemania recién rendida, huye con otros médicos militares en una ambulancia del avance de los rusos. Temen ser enviados a Siberia. Pero partisanos checos les detienen y se disponen a fusilarles.

Hijo de un inspector de correos de modesta familia, de niño sufrió las desavenencias de sus padres; su madre quedó embarazada de su amante, profesor de piano. Su hermano pequeño, fruto del adulterio, se enteró de ese secreto familiar con 78 años, igual que su hermana de 90, al leer las memorias.

Con 12 años Horn, el mejor músico de la escuela, se apuntó en las Juventudes Hitlerianas, "seducido" por los desfiles, las antorchas, el uniforme... Pero pronto abominó del "adoctrinamiento, las marchas interminables, la instrucción militar, la disciplina férrea y el agotador entrenamiento". De los años 30 recuerda las delaciones y el miedo de la gente, que mantenía un perfil bajo para no llamar la atención de los nazis, que se hicieron omnipresentes. Recuerda los saqueos de la Noche de los Cristales Rotos y cómo lanzaron a un sastre judío por la ventana, que murió al instante, cómo casi nadie quería la guerra, o la citación para el servicio de Trabajo, en Prusia, donde bajo el mando de "auténticos psicópatas" les convertían "en fichas de la máquina de guerra de Hitler" con un único "propósito: someternos, desterrar cualquier tipo de pensamiento independiente e individualismo, sistemáticamente y con una brutalidad siniestra".

Intentó luego evitar el servicio militar entrando en la Universidad de Humanidades (el bedel le enseña una sala bajo llave donde guardan los libros prohibidos que los nazis han quemado en la hoguera). Pero lo reclutan en 1940. "Íbamos a ser transformados en asesinos antropófagos, que nunca deberían pensar por sí mismos (...) Después de ocho semanas de entrenamiento básico, estás listo para ir directo al puchero y has aprendido que vales menos que una mosca".

Les dan pastillas de pervitina (metanfetamina) para "combatir las 24 horas al día" y les envían al frente. Horn se estremece de "vergüenza, asco y terror" al ver a unos SS golpear hasta la muerte a un preso soviético y a la policía militar obligando a cavar su propia fosa a otro joven ruso antes de dispararle; también ante el aspecto de soldados alemanes "heridos y rotos" y de refugiados, niños, mujeres y ancianos, en harapos. Pasa hambre -matan un caballo herido para comerlo- y frío -"mal equipados" para el invierno ruso, "los pies son témpanos de hielo" a menos 35 grados-.

"En medio de la mierda"

"Se está extrañamente tranquilo cuando estás en medio de la mierda. Proyectiles de todos los tamaños silban, cantan y estallan alrededor de uno. Si aciertan... malo para ti. Entonces se acabó. Uno trata de no pensar por qué estás aquí o cómo habría sido la vida sin esta maldita guerra", escribe desde primera línea, bajo "un fuego asesino de ametralladoras". No escatima escenas macabras y escalofriantes, como cuando despertó, estando él herido y esperando ser evacuado, al caerle encima varios metros de "intestinos rosados" de su vecino de camilla, "con trozos de paja pegados y llenos de piojos".

Otro vecino de cama, un soldado normal, "ni nazi ni SS", le confiesa, atormentado,"las atrocidades en las que participó en Estonia y Letonia", ametrallando a judíos, "hombres, ancianos, niños, embarazadas", ante las zanjas que les han obligado cavar y que serían su fosa.

"Tras tener que identificar a compañeros caídos con las manos rojas de su propia sangre, cuando vi en sus caras muertas una dolorosa desesperación y ninguno murió con las palabras 'Alemania' o 'el guía' (Hitler) en los labios. Solo decían 'mamá' como última palabra", asume que la guerra le ha cambiado. Y se indigna cuando ve en retaguardia a "oficiales pretenciosos de las SS y las SA, gordos y autocomplacientes, pavoneándose con uniformes de gala y botas brillantes, con el brazo siempre estirado (...) ¿Por qué no 'estaban' en el frente?".

Para evitar que volvieran a enviarlo al frente una vez recuperado, Horn empieza a estudiar Medicina en la academia militar, ganando una prórroga durante la que se enamora de Grelein, con quien se casa tras quedar embarazada. Tras ver nacer a su primogénita debe volver al Este, ya como médico en hospitales de campaña, donde continúa su infierno.

Tras unas prácticas desinfectando miembros de soldados obligados a ir a enfermería tras tener relaciones sexuales -"un pene tras otro, gruesos y delgados, largos y cortos, todos igual de malolientes, mientras sus propietarios me contaban con orgullo los últimos logros de sus aparatos"-, trabaja sin descanso en un balneario-hospital de Ostrava, un "matadero donde los pacientes morían por docenas", muchos por septicemia y gangrenas gaseosas. "No hubo herida, lesión, mutilación y destrucción del cuerpo humano que no presenciara". Recibían 20 o 30 heridos cada cuarto de hora y calcula que participó en más de 40 operaciones al día, con deficiente higiene, mínima anestesia y falta del equipo más básico (gasas, penicilina y otros antibióticos).

Narra Horn la única vez que cruzó la puerta de hierro que ocultaba "la antesala de la muerte", un sótano donde se hacinaban jóvenes moribundos y desahuciados. "Afrontaban una muerte lenta, a veces de semanas, sobre los somieres, orina y heces por todas partes, sangrantes (...) Gritos, aullidos, llantos... El horror que vi allí no se puede describir".

Buk-Swienty destaca que Horn se pregunta cómo, a pesar "de los evidentes delirios del régimen, los alemanes siguieron luchando intensamente y la población se adhirió aún más servilmente" y ¿por qué la intelectualidad del país no se rebeló? La respuesta, dice, es simple: no se atrevieron. Expresar descontento o demostrar que estaban contra Hitler "hubiera sido un auténtico suicidio". En todas partes, "los nazis tenían delatores y esos nos asustaba a todos". Y en su grupo sabían muy bien, añade, "quién era nazi y quién no y quién era un delator".