a muchedumbre se agolpa en el foro. Llegan rumores desde hace días. El cielo se ha vuelto turbio. Nubes negras aparecen desde el oeste y en las noches las velas son apagadas por un viento helado. Los adivinos se encierran en sus oráculos y todos ellos presagian el final. Se ha visto al emperador esconder su corona de oro, a los gobernadores salir por la puerta trasera de las murallas, a los comerciantes vender sus últimas piezas. Los campesinos ya no aran la tierra. Las señales están claras: los bárbaros están a punto de entrar en la ciudad.

Esperando a los bárbaros es tal vez uno de los mejores poemas que se hayan escrito en el siglo XX. Su virtud es que podía haber sido escrito en la Atenas de Pericles por un marinero que viese a los persas cruzar los Dardanelos, por un soldado de César invadiendo las arenas de Egipto o por un patricio romano mirando por la ventana de su biblioteca cómo los enemigos llamaban a las puertas de Roma. Pudo haberlo escrito cualquiera, pero fue Kostantinos Kavafis su autor.

¿Pero llegaron los bárbaros en realidad? ¿Y quiénes eran esos bárbaros que destruirían todo? Kavafis fue un poeta griego moderno, pero en realidad es el hombre que la Antigüedad Clásica nos debía. Como un verso que se le quedara a la historia en el tintero y que, con retraso, nos devuelve de repente. Porque la poesía de Kavafis tiene la mayor virtud de todas: nos habla del pasado para mostrarnos el presente.

Su obra suma 154 poemas y la mayoría de ellos comparte una misma temática: la melancolía de la historia. En efecto, los personajes que transitan, verso a verso, por la antología del poeta griego son seres humanos de otro tiempo. Uno de ellos cuenta la espera de una madre que enciende velas de cera frente al mar, anhelando que su hijo vuelva de una expedición. Su paciencia es una plegaria. Su hijo, un poco de espuma. Apenas unos versos que encierra el aroma de la Antología Palatina, la mayor reunión de poemas fúnebres del mundo antiguo.

El amor también está presente en muchos títulos. La pasión que traspira Kavafis en sus poemas es elegante y refinada, como una estatua griega. Del mármol se enamora, y también de los modelos que inspiraron a la piedra. Solamente a través de la Antigüedad Clásica podía nuestro poeta cantar los cuerpos jóvenes y desnudos, la insinuación de una mirada tras una cristalera, en un café de Alejandría, o la fuerza de una caricia. Kavafis, en efecto, era homosexual, y en muchos de sus poemas se transciende el amor velado por miedo a la censura. Hubo un tiempo en el que el poeta podía deslizar su mirada en el paseo tranquilo de un joven griego por el ágora, por eso Kavafis escribía también sobre aquellos días, para poder amar con libertad.

Pero la suya también es una poesía de objetos encontrados: una fotografía en blanco y negro, los restos de una estatua, un libro arrasado por los parásitos... Kavafis nació en Alejandría, la ciudad más universal de todas en un tiempo asfixiado por los nacionalismos. La metrópoli todavía escuchaba el griego por sus calles. El dialecto heleno se mezclaba con el árabe, el inglés colonizador, el francés de las embajadas y quién sabe si algunas palabras en copto. Su propia familia vivía inmersa en la melancolía: la parte paterna provenía de la nobleza bizantina (el siempre llamó a Estambul Constantinopla, como aquellos que amamos Grecia). Su vida, por lo tanto, al igual que sus versos, está compuesta de mundos perdidos: la Antigüedad, Bizancio, la belleza y el amor.

Porque la mirada de Kavafis siempre sorprende con un punto de vista original. Sucede con los héroes. Sus poemas transitan las grandes hazañas presentes en la Ilíada y en la Odisea, pero apenas hay orgullo bélico. Son personajes reflexivos y taciturnos. Así encontramos a Marco Antonio, despidiéndose de Alejandría, la ciudad donde encontró el último amor; o los caballos de Aquiles, llorando desconsolados por la muerte de Patroclo, mientras el héroe griego está ausente; o cómo no comentar el Ulises de 'Ítaca', el hombre desdichado que ganó una guerra y perdió una vida, que conquistó un mar y perdió la juventud. El Ulises de Kavafis es un hombre que no quiere volver a su patria, que prefiere quedarse eternamente viviendo en la literatura, en la fábula de los cíclopes y las diosas desnudas, atracando en cada puerto como si todos fueran la mejor Alejandría. El Ulises de Kavafis se queda con Nausícaa en la playa haciendo el amor hasta el final del hexámetro dactílico y olvida que a Penélope se le acaba la seda del manto que está tejiendo.

Estuve en Ítaca hace unos años y entendí a la perfección el milagro que supone Kavafis. El poeta ha conseguido la empresa más difícil de todas: ha arrebatado el héroe a Homero. Porque el Ulises que visité en aquella pequeña isla del Jónico no era el guerrero ingenioso que diseñaba caballos de madera, sino el hombre satisfecho que ha visto mil amaneceres en el mar y que no tuvo nunca prisa por volver a la vida. El Mediterráneo son sus páginas y la letra de Kavafis.

Preguntaba antes si llegaron finalmente los bárbaros. Dejamos al tendero con su puesto de fruta y al sacerdote haciendo libaciones de incienso a los pies del oráculo. En el poema de Kavafis finalmente no llegan los bárbaros. Y cunde la desolación entre los habitantes de la ciudad. Una espera secular a lo desconocido no puede acabar así. Los presagios eran falsos. Los gobernantes vuelven, escondidos, a entrar en las murallas. Los comerciantes han perdido su mercancía. Pero los bárbaros no existen. ¿Quién los salvará ahora? Probablemente, la lectura de Kavafis nos ayude a soportar la espera de los bárbaros que acechan nuestro tiempo.