Aunque para algunos un concierto de Bob Dylan quizás esté en la lista de cosas por hacer antes de morir, tampoco lo pone demasiado difícil (era la cuarta vez que actuaba en la Región), pero una cosa está clara: en un concierto de Bob Dylan nunca obtienes lo que quieres, sino lo que él necesita.

Nunca será ni ha sido condescendiente con el público o con la nostalgia. Esto siempre ha comportado algunas quejas de sus conciertos por el repertorio, por cómo interpreta sus propios clásicos o por el desprecio a sus fans. El público murciano parecía dispuesto al desafío; fue tremendamente respetuoso y agradecido en un ambiente magnífico, y obtuvo una gran recompensa: Dylan ofreció un concierto sensacional.

El Nobel de Literatura, con la voz quizás más repuesta que en giras anteriores, hizo canciones que representan varias metamorfosis musicales a lo largo de su prolífica discografía. El rollo de crooner vaquero ha evolucionado a una especie de banda sureña tocando en un garito nocturno porque sí, como la banda del fondo en una peli de Lynch, aunque, claro, en el centro está Dylan.

Otra de sus posibles excentricidades es que Dylan ya no desea ser objeto de contenido mediático. No permite fotógrafos, no acredita medios, y está prohibido utilizar el móvil en sus conciertos. Eso, unido a la ausencia de pantallas (fastidia no verle la cara), podría llevar incluso al paroxismo de cuestionar si será él. ¿Se le pueden poner puertas al campo? Se puede, y la gente lo acató, pero me molestó un poco tanta corrección, tanta formalidad; a fin de cuentas estábamos en un concierto de rock and roll.

En el escenario, sobriedad: Dylan, su banda, instrumentos y algunas luces casi siempre tenues. Por supuesto, no dirigió ni una palabra al público.

Según un profesor de Harvard experto en el artista, Dylan se ha convertido en Ulises. Sus cuidadas reinterpretaciones son bien recibidas: reimagina su propio material, y cambia partes de las letras cuando le da por ahí.

Entrando suavemente, Things Have Changed - un pausado y oscuro tema que aparecía en la banda sonora de la oscarizada película Wonder Boys-, que suele abrir, se transformó en cha-cha-cha fronterizo, con el ritmo latiendo fuerte. Dylan se entienden perfectamente con la banda (ellos de rojo y él con chaqueta blanca) que le acompaña desde hace tiempo, y que incluye a su lugarteniente el bajista Tony Garnier, el guitarrista Charlie Sexton, el maestro del ritmo George Receli a la batería y el ubicuo Donnie Herron manejando el steel pedal, la mandolina, el banjo y el violín. Dominaron el escenario mientras el jefe se atrincheraba en su piano. Las luces (de estudio vintage) eran casi siempre ténues, como enfatizando cierta reticencia de los músicos a tocar para el público.

Siguió con agilidad la flexible It ain't me, babe, un remolcador de emociones con nueva melodía jazzy. A partir de ahí, Highway 61 revisited ralentizando y potenciando el fondo blues, Simple twist of fate convertida en un lamento, Cry a while con pedal steel y trémolo, Don't think twice, It's alright, un tema de aliento tan inequívocamente folk, reinventado como rock de medio tiempo donde domina la improvisación al piano del propio compositor, o When I paint my masterpiece, con su solo de armónica.

Las borrosas líneas entre lo nuevo y lo viejo indicaban que de nuevo todo pasaría por el filtro contemporáneo. El batería George Receli jugueteaba con el ritmo, mientras los guitarristas Charlie Sexton (un rocker rompecorazones allá por el '86, cuando triunfó con Beats so lonely) y Donnie Herron intercambiaban punteos en claves diferentes. Pay in blood no hizo justicia a la original, de estructura más cohesiva, y Early roman kings quedó elegante con su ritmo a lo Bo Diddley, sonando como un blues más crudo.

Dylan -que últimamente se pone siempre al piano, ya sea sentado o de pie- busca continuamente en su obra heridas y tesoros nuevos donde hurgar, pero últimamente ahonda más, y quizás con más sentimiento. A veces da la impresión de que divaga un poco instrumentalmente y sus músicos le siguen, quizás ignorando quién hará el siguiente solo. Sus golpes al teclado complementan y contrastan con la pedal steel de Herron. Y hay aplausos cuando agarra la armónica, como si fuera una breve postal de los sesenta, o cuando se reconoce algún verso de sus canciones más emblemáticas, como ocurrió con Like a Rolling Stone -la mejor canción de todos los tiempos -, cuyos arreglos eran preciosos; Dylan cantaba sobre un revuelo de guitarras y un bajo acallado tocado con arco. Fue un momento maravilloso que hizo olvidar todas las excentricidades, aunque la cosmopolita Make you feel my love, lenta y melancólica, fue uno de los momentos emotivos de la noche.

Si estos conciertos son la última jugarreta de Dylan, pone todo su empeño en ella. Y no para entre canciones. Al público no le decía nada, pero iba de un lado a otro para hablar con sus músicos, a saber de qué. Ocasionalmente dejó el piano. Se encaminó al cierre con la vehemencia de garito que inyectó a Don't think twice, It's alright", sin batería, con el piano y el pedal steel entrelazados bellísimamente, y el contrabajo tocado con arco. Luego llegaría Soon alter midnight con suave slide y un aire de high school de los cincuenta, en la que hicieron un guiño a Blue Moon.

Fue curiosa la reinvención rocanrolera, mano a mano con Charlie Sexton, de Honest with me. Scarlet Town, con Dylan de pie ante el micro recordando a su personaje de crooner (fabuloso Donnie Herron al banjo), y Love sick fueron otros dos momentazos de la noche antes de Thunder on the mountain, que se reveló como un divertimento de rock'n'roll, con Bob al piano, Herron a la mandolina y una batería que recuerda el Wipeout de los Surfaris. Sexton imprimía fraseos de jazz en los ritmos tensos, y el resto de la banda cubrió toda la gama de la inspiración rock y surfera mientras Dylan aportaba su voz escarpada pero contundente.

Para el final dejó una emocionante Blowin' in the wind, a ritmo de country y cabalgando sobre un violin, y la guinda fue otro de sus grandes clásicos, It takes a lot to laugh, it takes a train to cry, tras la que se acercó al borde del escenario para saludar lanzando besos y sonriendo. Algo inaudito.

El sonido, excepcional; la voz se escuchó bastante clara y la banda sonó compacta, poderosa, con Charlie Sexton sacando notas maravillosas de su guitarra. Y la acertada selección de los veinte temas de todas las épocas hizo de este un concierto para enmarcar en el recuerdo, aunque Dylan ya hace años que alcanzó la eternidad.