Queridos todos. Soy Himilce, la exiliada del amor de Aníbal, el Barca más intrépido. Podría decir esposa, pero ser esposa es otra cosa. Lo veo en las demás mujeres, pero no en mí. Mi esposo, apenas dejar el lecho nupcial, marchó hacia Roma, a conquistar Roma. Nunca supe si la conquistó. Acaso debiera esta postal que os mando haceros la pregunta: «¿Logró Aníbal destruir Roma?». Poco me importa ya. Me importaba Aníbal. Él me escogió. No escogíamos las mujeres de entonces. Soñé viajar a lomos de alguno de aquellos elefantes, sobre castillete seguro, atado con cinchas, y recibir la visita nocturna de quien me deseaba. Aunque nunca supe si, ni siquiera eso, era verdad. Hermosa soy, y fui. Pero acaso fuera mi condición de princesa de los míos lo que le atrajo más. La alianza con el pueblo ibero del interior. Bueno, qué más da. Era lo que había. Y tener eso me hacía afortunada. Es el destino de las princesas. Aun en vuestros días, tan tecnológicos, queridos todos. No me compadezcáis. No conocí marido vetusto, sucio y gruñón, buscando lechos más calientes que el mío. A la guerra se fue, como el Mambrú del romance. De él tengo el mismo recuerdo que tengo del mar. Algo brillante y extenso. Pero, ¿qué más da el deseo de una mujer, ante los grandes designios de los próceres y los magnates?