Milena Jesenská ha pasado a la historia por las cartas de enamorado que Franz Kafka le envió. Están también otras cartas, las que dirigió el autor checo a su prometida Felice Bauer, pero en este caso sabemos gracias a su diario que su relación con ella fue sólo epistolar y no otra cosa. Kafka le atribuyó en ese escrito íntimo rasgos no demasiado halagüeños. Así, por ejemplo, dijo que su «rostro era huesudo y vacío» y que ese vacío lo llevaba bien visible.

Después de haberle propuesto un viaje juntos a Palestina, entonces todavía parte del Imperio Otomano, Kafka se convenció de que no estaba hecho para el matrimonio, y mucho menos con Felice, y se parapetó en la distancia física entre la capital alemana y Praga para no comprometerse más a fondo. Hasta que llegó la ruptura, en 1914, que se produjo en un hotel berlinés en presencia de los padres de ambos y con el autor de El Proceso sintiéndose allí como el acusado.

Kafka parecía haber llegado a la conclusión de que nunca sería capaz de un matrimonio burgués pues la única felicidad para él consistía en encerrarse en el fondo de una cueva con una lámpara y los instrumentos necesarios para escribir. Muy distinta fue la posterior relación que mantuvo, ya enfermo de tuberculosis, con la joven periodista Milena Jesenská. También tímidamente epistolar en un primer momento, derivaría pronto en una pasión muy real al menos por parte del escritor.

Nacida en 1896, hija de un profesor de odontología de la Universidad de Praga, que amaba a su hija hasta la locura, pero la trató al mismo tiempo con un despotismo inusual incluso para la época, Milena fue enviada al primer liceo para señoritas del imperio austrohúngaro, del que iban a salir algunas de las más destacadas feministas de la posterior República Checoslovaca.

Entre ellas estaba Milena, que pasó rápidamente a formar parte de la ´juventud dorada´ de la capital checa. Para disgusto general de sus padres nacionalistas, se dedicaron a borrar todas las fronteras entre las comunidades alemana, checa y judía.

En el café Arc de Praga conoció a algunos de los escritores de habla alemana que lo frecuentaban, entre ellos a Max Brod, a Franz Werfel, a Willy Haas y al propio Kafka. Allí conoció también al judeo-alemán Ernst Pollak, empleado de banca aficionado a la literatura a quien alguien describiría como «un literato sin obra», del que se enamoraría rápidamente. El despótico padre de la muchacha trató de impedir el matrimonio y

encerró incluso a su hija en una clínica psiquiátrica sin conseguir empero doblegar su voluntad.

La pareja contrajo matrimonio y se trasladó a vivir a Viena el mismo año en que terminó la Primera Guerra Mundial. Allí, Milena Jesenská, una auténtica belleza checa, conoció a la flor y nata de la intelectualidad del agonizante Imperio a base de frecuentar sus famosos cafés como el Central y el Herrenhof.

Engañada por el marido, abrumada por las dificultades económicas y sintiéndose de pronto un animal extraño en aquel ambiente, desarrolló rápidamente una conciencia de izquierda que iba a marcar el resto de su vida.

En Viena tuvo conocimiento directo de las condiciones tan deplorables en las que se encontraba la clase trabajadora y comenzó a escribir reportajes sobre la vida cotidiana en la metrópoli para el diario liberal de Praga Tribuna, lo cual le proporcionaría una bienvenida fuente de ingresos.

Fue en aquellos años de alejamiento del marido cuando Milena invitó a visitarla en Viena a Kafka, de quien había traducido ya algunas cosas al checo.

Precavido siempre ante el inicio de cualquier relación y afectado ya por la tuberculosis, Kafka atendió la llamada de Milena, con la que viviría en la capital austriaca cuatro días y las correspondientes noches de erótica plenitud.

«Es un fuego vivo, como jamás he visto, pero a la vez es delicadísima, graciosa y todo lo arroja en el sacrificio, todo lo ha adquirido por medio del sacrificio», escribiría Kafka a su amigo Max Brod a propósito de Milena.

Y, dirigiéndose a ella: «No sé cómo abarcar toda esta dicha en palabras, ojos, manos y este corazón. No sé como abarcar la felicidad de tenerte aquí, la alegría de que me pertenezcas. No sólo te amo a ti. Es más lo que amo: amo la existencia que tú me otorgas». Y más adelante: «Yo te quiero como el mar desea a un diminuto guijarro hundido en sus profundidades. De igual manera te envuelve mi amor. Y ojalá yo sea para ti ese guijarro. Amo el mundo entero y a ese mundo pertenecen también tus hombros y tu rostro sobre mí en el bosque y ese descansar mío sobre tu pecho casi desnudo».

(€) Tú, Milena, me confirmas ahora que no era la vida lo que me parecía insoportable. Hoy me bastan unas pocas líneas tuyas, dos líneas, una sola palabra. Lo único cierto es que lejos de ti no puedo vivir. No deseo otra cosa que hundir mi rostro en tu regazo, sentir tu mano sobre mi cabeza y permanecer así hasta la eternidad».

Junto a aquel amor apasionado que le inspiró entonces Milena, Kafka supo valorar su calidad también como escritora tras leer los reportajes periodísticos sobre la vida en Viena. Así, en una carta a Max Brod comparó su estilo, tan musical, con el de una clásica de la literatura checa, Bozena Nemcová, y alabó al mismo tiempo «su decisión, su pasión y su lúcida inteligencia».

Milena acabó divorciándose de Pollak a mediados de la década de los veinte y regresó, convertida ya en famosa periodista, a la capital checa, donde pasó a dirigir una sección de moda en otra publicación, Národni listy, además de contraer nuevo matrimonio: esta vez con el joven arquitecto Jaromir Krejcar, de quien tuvo una hija muy querida.

Cada vez más concienciada políticamente frente al avance del fascismo, Milena ingresó a comienzos de los años treinta en el partido comunista, que pronto abandonaría, sin embargo, por no poder soportar su profundo estalinismo.

En 1935 Praga se estaba llenando de refugiados de la Alemania nazi, y Milena escribió entonces para el semanario Pritomnost clarividentes reportajes en torno a la incipiente crisis europea y la que se cocía también en los Sudetes.

Tras la anexión de este último territorio por el infame acuerdo de Múnich de 1938, Milena Jesenská llegó a la conclusión de que no bastaba ya con escribir, sino que había que pasar a la acción. Así empezó a ayudar a refugiados y emigrantes que huían del nazismo para pasar finalmente a la resistencia una vez que Alemania invadió Checoslovaquia.

Su colaboración para el periódico ilegal V Boj terminó, sin embargo, el 12 de noviembre de 1939 con su detención por la Gestapo, que la envió a prisión en Dresde. Allí aguardó que se celebrara el juicio por sospechas de alta traición, que terminó suspendiéndose por falta de pruebas.

Pese a ello, lejos de ser puesta en libertad, Jesenská fue trasladada a una comisaría de la Gestapo en Praga, y desde allí la enviaron al campo de concentración de Ravensbrück, donde pasó cuatro años hasta su fallecimiento el 17 de mayo de 1944, a los 47 años, a consecuencia de una operación de riñón.

Durante su reclusión en ese campo, escribió unas cuarenta cartas a su padre y a su hija Honza, de las que han aparecido ahora siete, una de ellas dirigida a su segundo esposo, Jaromír Krejkar.

Su descubrimiento por la especialista polaca Anna Militz fue fruto de una serie de casualidades y circunstancias fortuitas que se remontan al 1 de febrero, según explica la revista trimestral Neue Rundschau, que acaba de publicarlas.

En aquella fecha, una joven se dejó olvidada en un restaurante de Praga una cartera con documentos y, como quiera que no volviera a recogerlos, el dueño del local los entregó en la comisaría más próxima.

El apellido Krejcar les resultó sospechoso a los policías porque pertenecía a alguien contra quien existía orden de persecución como fugitivo de la justicia, y así los documentos, entre los que figuraban las cartas de Milena, fueron a parar al acta secreta de Jaromir Krejkar. Para ahorrar espacio, las autoridades decidieron fotografiar todo ese material y destruir los originaldes, lo que ha permitido al menos que se conservasen los facsímiles de las cartas junto a la que escribió el día mismo de la muerte de Milena, dado cuenta del óbito, otra reclusa, Margarete Buber-Neumann, famosa militante comunista encarcelada antes por Stalin y entregada por éste a la Gestapo tras el pacto germano-soviético de 1939, y que más tarde escribiría una biografía de su amiga.

Las cartas desde las prisiones de Dresde y Praga y el campo de concentración de Ravensbrück testimonian de una mujer entera y valiente, capaz de sobreponerse en todo momento al desánimo y preocupada sobre todo de su única hija, cualidades todas ellas acreditadas por quienes como su biógrafa compartieron con ella cautiverio.

«Me considero totalmente inocente de la acusación que se me hace, escribe en una de ellas, y de no haber la guerra, podría confiar en una absolución. Sin embargo, ignoro cuánto más rigor se aplicará en mi caso», escribe en la que envió a su padre el 28 de mayo de 1940. Y en otra al mismo destinatario: «Lo que más desearía es que me mandases un libro detallado sobre cuestiones coloniales. Me interesa el surgimiento histórico de las colonias, el reparto de las materias primas que hay en ellas y la participación del capital europeo (y americano)».

Otro pasaje habla de sus supersticiones: «Padre, hazme un favor. Sobre mi cama cuelga un reloj de hombre negro. Seguramente se ha parado. Cógelo y dale cuerda. No dejes que se pare. Es mi creencia supersticiosa que no puede detenerse. Pues cada vez que se para, me ocurre algo malo. Lo tengo desde hace siete años, y cuando se pone otra vez en marcha, todo mejora».

En varios momentos se queja de que su hija no le escribe tanto como ella desearía: «Querida niña, esta vez no he recibido ninguna carta tuya, y estoy muy triste y preocupada. Tal vez llegue el sábado, escríbeme más a menudo y más, Honza».

Y en la que dirige a su marido: «Daría mi vida por un trozo de carne. Tú, que siempre me has enviado verdura en esas maravillosas bolsas de papel, ¿podrías mandarme un poco de carne con arroz hervido o con fideos o algo así? Pero no lo metas nunca todavía caliente en la caja, debe estar siempre frío».