El español es un pueblo de temperamento contradictorio: se niega a obedecer a las órdenes de la autoridad, pero obedece exactamente las mismas cosas si no parece que se las ordenan. Ha ocurrido con la última "ley antitabaco" como pasó con el famoso motín de Esquilache, hace dos siglos y medio. Ha pasado a la pequeña Historia popular que el pueblo español se amotinó en las calles porque un ministro italiano de Carlos III, el marqués de Esquilache, quiso prohibir las capas largas y los sombreros anchos (que entonces se llevaban en España), porque presuntamente ocultaban la comisión de delitos. Pero se ha contado mucho menos la segunda parte de la historia: que muy poco tiempo después el mismo pueblo español prescindió de buen grado de aquello que había motivado su motín, la capa larga y sombrero ancho, cuando empezó a imitar a la gente que traía otras vestimentas más inspiradas en la contemporeneidad europea. O sea, que el pueblo estuvo dispuesto a enfrentarse al ejército y a acabar con la monarquía española y a pegarle fuego al país, si hacía falta, por negarse a vestir como a los dos días en efecto vistió, ya porque quiso, no porque se lo exigían. Con el tabaco está ocurriendo algo similar, pero al revés, según comprobé personalmente en Murcia, esta semana, invitado por una asociación semiclandestina de amantes de los puros habanos. Gente que no fumaba está empezando a fumar en lugares públicos (y a la vez secretos), sobre todo por fastidiar a la autoridad.

Se ha querido prohibir a los españoles, desde el Gobierno, el fumar por ejemplo en restaurantes, algo que aparentemente ha tenido éxito. Sólo aparentemente. No es que ahora se fume menos en restaurantes públicos, sino que se fuma de diferente forma y con otros códigos. Y además, como digo, está fumando gente que no lo hacía cuando estaba permitido, porque ahora tiene mucha más "gracia". Lo que casi nunca se obedece en España es el despotismo ilustrado, aunque las razones de ese despotismo sean plausibles (la salud y tal). Los españoles, y en este caso los murcianos, están desobedeciendo la prohibición hasta tal punto que en la capital de la Región empiezan a proliferar "hermandades" más o menos subrepticias, no declaradas, casi embozadas (como los conciliábulos políticos del Madrid decimonónico, donde se conspiraba), de degustadores de tabaco, asociaciones reunidas en locales donde antes se fumaba y ahora teóricamente, a ojos de la policía y de los gobernantes, no se hace en absoluto.

Esto no tiene nada que ver con los que ya se conocen en toda España y también en Murcia como "clubs de fumadores", que son conocidos, anunciados y están localizados y registrados como tales, y que carecen de atractivo estético salvo para los incondicionales del vicio. No. Estoy hablando de apetecibles reuniones movedizas, a veces producto del boca a boca, en restaurantes donde está prohibidísimo y donde ahora se trabaja con la confidencialidad. El placer de la subversión se viene a unir a un nuevo culto al tabaco de la mejor factura (como digo, el puro habano está experimentando una resurrección sorprendente). Esta semana me invitaron a una de esas reuniones clandestinas, en un conocidísimo local del centro de la capital, que hubiese motivado por sí sola un ataque de ansiedad a las actuales autoridades sanitarias. Restaurantes perfectamente públicos, aunque habitados por una noche sólamente por "iniciados" (se acabará imponiendo el uso de una contraseña), que ofrecen el servicio habitual excepto que a los postres, y a veces entre plato y plato, cultivan esa neblina hedonista que incluso aquellos a los que jamás les gustó echan de menos. Por motivos evidentes, no se pueden dar referencias de dónde y cuándo y quiénes, en este artículo. Baste saber que es una realidad. Si quieren iniciarse en este nuevo mundillo, pregunten a algún amigo del que sospechen que en sus ratos libres se salta las indicaciones del Gobierno. Si se volviese a autorizar el tabaco, el placer ya no sería el mismo.