Decía Edward Bunker que los escritores suelen ser «tipos perezosos que no llegan hasta el final». No es el caso de Fafi López Olmos (Sangonera, 1991). En La Ciudad (Malbec), el periodista y escritor arroja la basura en la bolsa de plástico negro, la ata y la lanza al contenedor. Sí: un debut literario conformado por 15 relatos -escritos a degüello- sobre estar perdido, sobre cómo «la rabia y la tristeza están conectadas», sobre qué pasa cuando a una generación se le revienta en la cara un ladrillo que lleva escrito «los años de abundancia han pasado». Sobre qué hacer el día después.

Dice en las primeras páginas que ‘ya no’ quiere escribir sobre lo que te pasa, sino sobre todo lo demás. ¿A qué se debe ese ‘ya no’ tan categórico?

Creo que de momento ha llegado el tiempo de dejar de escribir sobre mí. Tengo la sensación de que lo he hecho muchísimo, aunque desde fuera no sé si se percibe lo mismo... He tenido varios blogs que inevitablemente he acabado usando como diario emocional en muchas ocasiones, he escrito muchas canciones sobre mis sentimientos y cómo me afectaban o sobre mis obsesiones y la forma en que creo que funciono por dentro. Siento que llevo un tiempo haciendo eso y creo que es un proceso necesario pero casi adolescente para cualquier creador, y que yo ahora debo dejar atrás. Al menos de momento, claro.

Curros de mierda, frustración, precariedad, existencialismo... Aún así, ha escrito de lo que conoce.

La verdad es que al final un poco sí [Risas]. Pero creo que no he escrito de ‘mí’ o ‘sobre mí’ propiamente dicho, aunque como cualquiera me nutra de mis experiencias y mi forma de ver el mundo se pueda, inevitablemente, intuir en los relatos más intimistas.

Decía Nacho Vegas que suele escribir para buscar respuestas, pero lo que acaba encontrando son más preguntas. En La ciudad, los interrogantes están claros y la mayoría de veces tampoco se llega a una respuesta. Fuera de las historias en sí mismas, en el proceso, ¿obtuvo usted alguna respuesta?

No, pero tampoco la buscaba. Nunca he obtenido otra cosa en escribir que satisfacción personal -profunda, pero muy efímera-, y supongo que en parte es lo que me sigue llevando a hacerlo. No escribo en busca de respuestas; si acaso alguna vez como proceso terapéutico..., pero no es el caso. La Ciudad no era más que un ajuste de cuentas conmigo mismo. Un amigo me ofreció un proyecto que me interesó, pero atravesaba una época personal en la que no sentía verdaderas ganas de escribir, así que al final acabó publicando el libro [Mañana me largo de aquí, La Marca Negra Ediciones] él solo. Cuando lo leí me gustó tanto que me enfadé mucho por no haber sido capaz de cumplir mi palabra y por haber abandonado el proyecto, así que planteé la estructura de La Ciudad y me prometí terminarlo y publicarlo. Y aquí estamos.

Podría parecer que la división del libro en tres ambientes (Complejo de oficinas, Zona residencial y Subsuelo) podría da algo de oxígeno a la estructura. Sin embargo, el resultado es el contrario: acaba siendo más opresivo. Huele a alienación, a claustrofobia...

Lo que para muchos será un alegato contra la misma estructura de lo que nos venden como ‘vida’, para otros será un simple dibujo de un sistema en la que se encuentran cómodos, en plan: «Pues así es el mundo y punto». He intentado tirar más por lo segundo, y que cada cual decida si eso le causa pavor o se siente conforme con ese bosquejo.

Se aprecia una voluntad de contar, si no la historia de su generación, sí la historia de sus amigos. Cuando Kiko Amat escribió Rompepistas hablaba de que sabía que si él no lo hacía, no lo haría nadie. ¿Ha sentido algo así?

En realidad no. En relatos en los que me he nutrido casi al 100% de una experiencia vivida por mí o los míos, o está muy camuflada o al final simplemente la he usado de excusa para probar un estilo o una forma de construir la historia. Sí que hay varias historias ahí que no creo que vuelvan a contarse de forma literaria, pero no le doy especial validez a eso. No creo que salir en un libro les dé mayor o menor relevancia; pasaron y eso me ha servido a mí para contarlas, pero nada más.

Como decíamos, el existencialismo recorre el libro, pero es curioso cómo los personajes suelen llegar a él a través de la experiencia (casi nunca parecen salir de casa descreídos). Como si haber leído a Sartre o Heidegger -en el caso de los que pudieran haberlo leído- solo hubiera sido un elemento más a la hora de ver así las cosas. ¿Cree que nuestra generación, que sin cumplir los 30 ya ha vivido dos crisis, que ha visto cómo saltaba por los aires todo para lo que estaba destinada, está abocada a esa concepción de la vida? Es decir: ¿esta certeza de la precariedad crónica acaba afectando a nuestra moralidad?

Estoy convencido de que es así. Hace poco hablaba con un amigo sobre este tema y le contaba que ahora mismo, para mí, eso [ese futuro que nos vendieron] es un objetivo casi inalcanzable. Creo que un sueldo anual que permita formar una familia, acostumbrarse a una rutina y, de pronto y porrazo, ¡pam!, tener 55 años, es ahora mismo algo quimérico para la mayor parte de mi generación. Y aún así, a la vez, al no poder tenerlo, lo vemos de lejos y nos preguntamos: «Y si llego a eso, ¿qué? ¿Ya está? ¿Eso es todo?». Nos prometieron que nos comeríamos el mundo y que cumpliríamos nuestros sueños y lideraríamos una revolución espiritual y todo eso, y sin embargo ahora nos miramos al espejo y a veces nos sentimos culpables por no tener ese afán ni tener muy claro exactamente qué significa eso de los ‘sueños’ o de ‘comerse el mundo’.

En varias historias da la sensación de que la violencia, a veces irracional, la mayoría de veces desarticulada, es la única respuesta que los personajes pueden dar a lo que tienen delante. Se respira una especie de ‘atmósfera Gotham’. ¿Estamos abocados a eso? ¿El individualismo feroz nos lleva a esa especie de fuegos artificiales en los que solo saltan por los aires nuestras propias vísceras?

La parte más violenta del libro, la de Subsuelo, es, curiosamente, una de las que más bebe de anécdotas e historias que realmente han ocurrido en mayor o menor medida, por lo que creo que ese ‘mundo Gothamesco’ (por acuñar un palabro) está ahí, frente a nuestras narices, todos los días. La parte más cruel del capitalismo se vive en lo ilegal, en la economía sumergida, donde el individualismo es más feroz -como bien dices- y uno se encuentra solo y rodeado constantemente de manadas de lobos enemigos. Al final esa tensión acaba saltando en cualquier momento y se produce el enfrentamiento. Pero creo que ocurre en todas las esferas: los camellos se apuñalan entre ellos, pero los oficinistas también, aunque no sea con cuchillos de verdad. No quiero sonar tópico, pero también hay muchísima violencia en comprar a otra empresa aprovechándose de su mala situación y despedir a la mitad de su plantilla, en un debate en prime time o en un partido de fútbol. Cualquier forma de competición es violenta y vivimos en pleno neocapitalismo, donde todo absolutamente es competición.

El primer nombre que viene a la cabeza es Irvine Welsh. ¿Quién es para usted?

Un referente desde la adolescencia. La clase de ídolo del que uno se tatúa su cara, si fuese yo de tatuarme la cara de alguien.

De la mayoría de relatos subyace una especie de ajuste de cuentas. Es un mantra tan antiguo como cierto: Sin conflicto, no hay literatura. ¿Teme perder ese vigor, esa capacidad de convertir su rabia en un artefacto literario?

No. Para mí la rabia y la tristeza siempre han estado conectadas entre sí y desde luego han formado una parte importante de mí y de mi vida; no sé si tanto o más como de la de cualquiera, pero en mi caso no creo que desaparezcan de la forma en la que me enfrento a todo lo que me rodea. Siempre querré ajustar las cuentas con algo, ya sea por una relación fallida, una visión de mí mismo que ya no existe, un periodo depresivo o el puto Burger King.

Entonces, después de todo, ¿hay esperanza para nuestra generación?

Siempre me ha gustado muchísimo la pintada que apareció de repente escrita en alemán en la última planta de lo que iba a ser la Torre Norte, definida muy acertadamente por Cámara [exalcalde de Murcia] como ‘La carta de presentación de la Murcia del Siglo XXI’. Ahora es un proyecto inacabado más que nos recuerda que la burbuja estalló y, ahí, desde el cielo, puede leerse: ‘Los años de abundancia han pasado’. Me marcó mucho esa frase porque, joder, es verdad, han pasado; no vamos a vivir esa época dorada que vivió la generación que nos precedió. Es como el famoso discurso de Thompson en Miedo y asco en las Vegas. Esa pintada siempre será un testimonio viviente de donde rompió la ola.

Eso en lo laboral y económico. Existencialmente es que yo como persona nunca he tenido esperanza. Creo que el hedonismo es, con mucho, lo máximo a lo que se puede aspirar en ese sentido. Cumple tus sueños si quieres, pero te vas a morir igual. «Vivir es no conseguir», dijo Pessoa, o, más prosaico: como reza el tradicional refranero, la vida es una mierda y encima luego te mueres, que es peor todavía. Es curioso, al leer la pregunta he recordado que una vez escribí: «Nunca tuve fe que perder, eso me lo inventé».