Dice Basilio Pujante (Murcia, 1982) que sus cuentos buscan «inventar vidas que no han sido vividas gracias a ese instrumento estupendo que tenemos los seres humanos que es la ficción». Lejos de ser esta una frase lapidaria que suelta cuando alguien le coloca una grabadora a un palmo, el escritor murciano cumple: en El peso del hielo (Boria Ediciones), su segunda referencia, despliega a lo largo de once relatos un universo -irónico, melancólico- de espejos en el que, partiendo de su experiencia, dialogan dos tiempos casi diametralmente opuestos. Charlamos con él un rato antes de que lo presente, esta tarde, a las siete y media, en la Facultad de Letras de la Universidad de Murcia.

Ha dicho en varias ocasiones que es un escritor lento. ¿Ha sabido mantener siempre a raya las 'exigencias' de tener algo permanentemente en circulación que parece imponer nuestra época?

Creo que sí. Al no ser un escritor 'profesional' y dedicarme a la docencia, no dispongo de demasiado tiempo para escribir, pero es que tampoco siento la necesidad de ofrecer continuamente algo nuevo al lector. Mi manera de preparar un libro exige, por mis condicionantes laborales y personales, mucho tiempo y eso creo que finalmente beneficia al conjunto, ya que son relatos muy pensados y destilados poco a poco, no fruto de un impulso.

Jim Dodge suele decir que sabe quién es un escritor novato por su afán por publicar cuanto antes.

Hay escritores que sí, que publican libros jovencísimos de los que luego se arrepientan y otros, como fue mi caso con Recetas para astronautas, que preferimos esperar nuestro momento para debutar. Además, en narrativa, apenas se dan casos de escritores que destaquen siendo adolescentes, como sí ha ocurrido tradicionalmente con la poesía con casos paradigmáticos como el de Rimbaud, Francisco Casanova o, más recientemente, Elena Medel. El relato requiere un pulso que se gana con los años y que no casa bien con el ímpetu juvenil.

En Historia Meridional habla de los jóvenes de la Guerra Civil. Al contrario que en Estados Unidos, donde a nadie se le ocurre criticar a alguien por hacer otro western, ¿qué nos pasa aquí con eso de ficcionar o indagar a través de la ficción en nuestra historia?

Lo que creo que ocurre es que no hemos superado aún la Guerra Civil, que nos hemos instalado en una dialéctica de bandos muy peligrosa que provoca que cualquier libro sobre el tema se quiera ubicar en uno o en otro, para atacarlo o defenderlo. De todas formas, en el caso de mi cuento me interesaban más las pequeñas historias personales que la guerra truncó, que intentar analizar desde una perspectiva política el conflicto.

En El peso del hielo también aparece la infancia, uno de los temas recurrentes en su obra. Flannery O'Connor decía que se podía escribir toda la vida de lo que te había pasado antes de los 18. ¿Qué intenta desentrañar usted de aquella época?

Cuando recuerdo mi infancia lo hago con mucha distancia, como si se tratara de la vida de otra persona. La memoria es un género de ficción: modifica lo que vivimos según nuestra perspectiva actual; por eso, en estos cuentos pretendo contar desde mi visión de adulto lo que yo viví como niño. Ese es el detonante de Pelé, un relato en el que narro un episodio que me ocurrió en el colegio: la llegada de un chaval venezolano y negro a un pueblo como el mío, el San Ginés de los noventa, en el que no había inmigración.

Es uno de los mayores especialistas del microrrelato en esta Región. ¿Cómo determina qué historia se debe contar en ese formato y qué historia necesita mayor extensión?

En mi caso, utilizo el cuento para aquellas historias que necesitan un mayor desarrollo; se trata de tramas algo más complejas en las que los lectores deben conocer mejor a los personajes para entender su forma de actuar. El microrrelato, por el contrario, es casi instantáneo, por lo que la historia en la que elijo este cauce genérico se caracteriza por la inmediatez, por una intensidad que como ocurre con los fuegos artificiales sube muy rápido, explota y desaparece enseguida.

En El hombre que lee hace un homenaje a Bolaño. ¿Qué significa el chileno para usted?

Para muchos de los autores y de los investigadores de mi generación, Roberto Bolaño es un referente. Los que empezamos a escribir relatos o a hacer nuestras tesis doctorales a principios del siglo XXI nos encontramos a un tipo que acababa de morir relativamente joven, que había tenido una vida muy interesante y dura y que, sobre todo, dejaba una literatura de primer nivel. Leer Los detectives salvajes con veinticinco años fue una especie de epifanía; además, yo vivía entonces en Barcelona, una ciudad donde la huella de Bolaño era muy importante. Creo que es el clásico más cercano que tenemos en la literatura en español.

En FAV habla del ataque por redes sociales que sufre un profesor por haber suspendido a un alumno con bastantes followers . En su experiencia como docente, ¿alguna vez ha temido una situación parecida?

Es una realidad nueva que los profesores tenemos que tener presente. De hecho, FAV surge de un episodio, mucho menos grave, que le ocurrió a un compañero? De todas formas, los que peor lo están pasando son los adolescentes, que suelen sufrir acoso o un tipo de marginación más sutil mediante las redes sociales. En FAV quería mostrar cómo es en la actualidad esa brecha generacional entre alumnos y profesores que siempre ha existido pero que ahora percibo como más amplia.

Enlazando con lo anterior, ¿funciona para usted la literatura como una herramienta para explorar lo que podría pasar si se desencadenasen ciertas circunstancias en su vida cotidiana?

Así es. Algunos lectores y críticos han definido los relatos de El peso del hielo como autoficción; yo, sin embargo, creo que los construyo siguiendo la idea que tú señalas: son historias paralelas o alternativas a lo que me ha ocurrido en la vida. Estos cuentos no buscaban, como hacen otros autores, exponer mi intimidad, sino partir de experiencias personales para contarlas mediante ese instrumento estupendo que tenemos los seres humanos para inventarnos vidas que no hemos vivido que es la ficción.

¿Le ha aportado algo su trabajo como profesor a la hora de retratar la infancia o se basta con su propia experiencia?

Como ocurre con todas las vivencias, mi trabajo como profesor en un instituto y en la universidad influye en lo que escribo. Sin embargo, y salvo el caso de FAV, me nutro más de mi infancia que de lo que veo en lo actualidad. Al fin y al cabo, esa distancia generacional impide que los adultos podamos entender completamente la psique adolescente, por lo que me fijo más en mis experiencias de aquella época.

En Jimbocho reflexiona sobre «la disolución de la identidad» a la que nos solemos ver abocados en este momento. ¿Es la escritura (y la literatura, tanto escribirla como leerla) un antídoto contra esa evaporación de quiénes somos?

Más que un antídoto, yo la considero como una manera de aprovecharla. Yo soy muchos: el profesor, el escritor, el hijo, el amigo, el marido, el perfil en redes sociales, etc. Finalmente somos la suma de cada uno de esos 'avatares' que nos creamos en sociedad; el protagonista de Jimbocho (quizás el más parecido a mí de todos los personajes junto al narrador de Elogio de la cordura) sería otro más.