Una estudiante de Veterinaria que además es vegana parece la última persona a la que imaginaríamos deleitándose comiendo carne. Más improbable aún si es poco hecha, y casi inimaginable si se trata de carne cruda. Pero esto es justo lo que le sucede a Justine, la protagonista de Crudo.

La inocencia que asumimos en una joven de 16 años, idealista, que se ha criado en un ambiente propicio al respeto por la naturaleza en general y por los animales en particular, se irá desmoronando progresivamente de manera que aparecerá en todo su esplendor una personalidad que permanecía soterrada.

Cuando se cae el pelo de la dehesa (perdón por el símil taurino) sale a relucir la verdadera esencia original, y si nos liberamos de nuestros frenos familiares, sociales, educativos?, si eliminamos la cocción, tenemos la carne cruda.

Y esta es, literalmente, la propuesta de la directora gala Julia Ducournau, una valiente premisa que pugna por desbloquear las premisas que damos por sentadas en una sociedad en la que impera la corrección política y la uniformidad de las ideas. Y es que Justine se aleja por primera vez de su entorno familiar, donde creció, como decíamos, rodeada de amor y respeto por los animales (padres veterinarios, todos son veganos) para llegar al mundo universitario. Y allí ella misma va a estudiar Veterinaria para continuar, no tanto con el legado familiar, sino (y aquí puede estar la clave) con la integración que ya tiene asumida en un mundo estable y con reglas fijas y asumidas.

El primer choque será ese reducto primitivo del pasado, esos ritos de paso, de maduración, que suponen las novatadas. Porque sí, en efecto el filme se adscribe a la sección de películas sobre adolescentes buscando su camino en la vida, viviendo para ellos determinados ritos impuestos por quienes tienen apenas un par de horas más de experiencia en este mundo. Y uno de esos ritos será verse obligada a probar carne cruda. Lo que a priori pasaría apenas por una broma pesada y de mal gusto culinaria se tornará en una experiencia transformadora que, cual lisérgico ácido, abrirá unas puertas de la percepción en Justine que le permitirán atisbar un mundo hasta ese momento ignorado, despreciado, incomprendido por voluntad de no aproximarse a él. Y el problema es que le va a gustar. Están avisados.

Y claro, no estamos ante una película del género culinario, sino que pertenece al capítulo del drama de terror psicológico con toques de gore, así que ya podrá imaginar el inquieto espectador que Justine comenzará a experimentar un crecimiento interior -por cierto, onírico en algunos momentos, visualmente atractivo siempre- en el que sucumbir a una autoexploración.

Como colofón, a saber si el nombre de la protagonista no está elegido con voluntad de homenajear la obra homónima del marqués de Sade -con el título completo de Justine o los infortunios de la virtud-, en referencia a la lucha de la protagonista por mantenerse virtuosa en medio del vicio. Si así fuera, la conclusión de Crudo no podría ser más deudora de otro escritor, Oscar Wilde, y su conocido consejo «la mejor forma de evitar la tentación es caer en ella». Ahora sólo falta que el espectador tenga un estómago fuerte para poder acompañar a Justine en ese sendero y asistir a las consecuencias de sus actos.