Para las generaciones de cinéfilos más jóvenes, Peter Jackson es, como dicen las rimbombantes frases de los carteles de promoción, «el visionario director» de El Señor de los Anillos ( The Lord of the Rings, 2001) y El Hobbit ( The Hobbit, 2012). Un creador de blockbusters que tiene su propia compañía de efectos (Weta Digital), que se codea con el mismísimo Steven Spielberg y que puede hacer, básicamente, lo que le dé la gana a nivel creativo. Pero no siempre fue así. Los que lo descubrimos a finales de los ochenta o principios de los noventa en cintas VHS desgastadímas o en algún ciclo de cine fantástico de alguna autonómica, nos topamos con un joven neozelandés cachondo y desprejuiciado, lo bastante apasionado por el gore y la casquería como para que en su ópera prima, Mal gusto ( Bad Taste, 1987), echara una mano con los efectos especiales; de hecho, las cabezas de los alienígenas que aparecen en la película se cocinaron en el horno de su madre. Un filme que ya estaba impregnado de ese humor grueso y escatológico que caracterizaría también a sus dos siguientes proyectos, El delirante mundo de los Feebles ( Meet The Feebles, 1989), y el que nos ocupa, Braindead. Tu madre se ha comido a mi perro ( Braindead, 1992). Imaginaos la sorpresa de los fans del fantástico cuando, apenas un par de años después, se descolgó con un drama psicológico contenido y elegante como Criaturas celestiales ( Heavenly Creatures, 1994)...

Pero la realidad es que la extrañeza no debería haber sido tal, porque a poco que se rasque bajo las toneladas de casquería y el humor físico y un tanto tontorrón tan afín a Jackson -incluso en sus adaptaciones de Tolkien, siempre ha hecho hueco para algún gag inesperado-, en Braindead se hace evidente que estamos ante un director mucho menos feísta y descuidado que en su díptico inicial. No sólo eso, sino que ya demuestra tener un enorme sentido del ritmo -e insisto, para el timing cómico: ojo a cómo usa a Timothy Balme casi como un remedo extremo de Harold Lloyd-, gran talento para la composición del plano y, sobre todo, muy buena mano para integrar los efectos especiales, aquí obra del especialista Bob McCarron, de forma natural. Se nota, en todo caso, que el director se empezaba a sentir constreñido por el gore que le hizo popular, y tenía ganas de cambiar de tercio: precisamente una de las constantes de su carrera es lo poco que le gusta repetirse -su intención inicial era que Guillermo del Toro dirigiera El Hobbit-, y su tendencia a buscar nuevos retos expresivos.