Vacaciones que dejan atrás una pregunta acerca del suicidio y una hermana con nombre clásico del que la infancia dejó cicatrices. Lo mismo que los primeros amores se recuerdan como una balada de música, una pandilla, el corazón entre dos ciudades: la que pudo haber significado otra vida y guarda la memoria del padre en un museo, y la que se ha convertido en la rutina conyugal de una pareja perfecta que vuela sentada en asientos separados.

Volver a la primera supone el reencuentro con la amistad de jóvenes, los proyectos de una banda, los sueños que luego se rompieron, la casa abandonada en la que el corazón enterrado tiene forma de oboe. Hay casas con diez salones y catorce cuartos de baño en las que reina un terrateniente del mobiliario que escribe un cuaderno de sueños y mantiene un almacén de muebles abandonados, y un barrio con carteles de Prohibido el Acceso a Personal no Autorizado. Es habitual en estos tiempos que existan residencias de ancianos en las que se celebran el Día de las Familias y hay un hombre extraviado en su memoria para quien todas las mujeres se llaman Carmen, y están los padres de los que sólo sabemos por fotografías en las que brilla en las miradas la felicidad de un día, y de fondo suena siempre un teléfono que suena largo y nunca nadie descuelga del todo.

Estas son las habitaciones que Margarita Leoz habita con los relatos de Flores fuera de estación en los que lo cotidiano pesa y el pasado es igual que una nuez, dura y reseca en su cáscara, albergando la piel que recubre el sabor áspero de la carne acomodada como en un ataúd que la preserva. Se parecen al amor recubierto de tiempo las nueces. Porque de amor es de lo que van los relatos en grises turbadores las emociones de las mujeres que protagonizan un trozo de vida que desvela la epidermis de sus vacíos, a través de trozos existenciales que tienen que ver con el viaje.

El físico, el psicológico, el de los afectos, y en todos la frontera que se cruza a contrapié, sin explicar muy bien las razones por las que se hace ni tampoco lo que pasa después de los finales. Son historias en las que los lectores han de meterse dentro con una linterna para interrogar detrás de lo que parece inmóvil, de los recuerdos borrosos que esconden lo que no se sabe, de las casas vacías aunque sus pasillos los recorran los fantasmas de lo que se fue, y dejan libros a medio leer, lo mismo que los de lo que pudo haber sido y no sucedió. A medias ambas, los sueños sin destino, las parejas interrumpidas, sus desencuentros, la reconciliación, el silencio que resuelve la imperfección del presente, y sus corazones enterrados en el jardín. ¿De qué color son sus bulbos?

La felicidad que se pierde, la felicidad que no se alcanza, el amor malogrado, lo real, lo figurado, lo platónico, el que debería haber sido y el amor equivocado. Siempre una deuda entre las parejas que caminan por el interior de sus historias mientras fuera es otra trama la que los muestra como flores fuera de temporada, piedras al mar que no saltan a la rana llegando más allá, monturas diferentes de gafas que no miran igual cuando enfocan el pasado y se cruzan en el presente expectativas vitales, heridas sin cerrar, de repente un hastío, el eco que suena en las habitaciones vacías (qué buena metáfora de sus personajes).

Margarita Leoz introspectiva, iluminando de tristeza la atmósfera de su lenguaje con poso de misterio y amargura contenida, sus historias que respiran en largo retándose con la novela más que con el cuento, alimentadas por una corriente subterránea que tiene que ver mucho con la poesía, y que entre ellas se proyectan igual que si fuesen ángulos diferentes de un mismo reflejo en una casa de espejos cuya superficie está a punto de quebrarse o se ha quebrado, pero su estallido en el aire permanece desapercibido. Hay que leer despacio estos cuentos porque sucede que a su sombra se le escapa la sombra que esconde dentro y en la que reside la clave de aquello que en cada cuento se persigue y nunca se alcanza.