Cada infancia tiene su relato tatuado en el brazo de la memoria. Y casi siempre la H de Hermandad es la primera inicial en la aventura de enfrentarse y soñar la vida desde el juramento existencial de la pandilla, del grupo, de ese nudo de afectos elegidos y nombrados con apodos de batalla con los que todos evocamos la equis de la primera frontera que se vive. El mundo propio al otro lado del mundo de la familia, de las normas sociales, del territorio heredado en el que la Hermandad y cada uno conquista su propio lugar, el relato de la identidad y del dolor frente al relato oficial de la comunidad a la que pertenece. Estos son los ejes de La travesía de las anguilas, espléndido título- de la novela con la que Albert Lladó construye la literatura de su memoria, el tiempo en el que igual que la mayoría uno camina por el borde de todos los abismos con el deseo arrogante de la juventud, la certeza de que es necesario tener cicatrices para convertirse en hombre, y que en esa travesía es fundamental la presencia de un tipo duro al que imitarle su actitud y que nos guie en la travesía hacia nosotros mismos, y la conquista de la sombra de las palabras, igual que el protagonista.

Me gustan las infancias que suceden en la frontera. Juan Marsé es el maestro de esa forja entre la supervivencia y la fraternidad, la herida del pasado como costra, el presente en forma de derrota y el futuro al que ganarle en su desafío. Lo hizo también Antonio Soler, y otros escritores que compartimos el paisaje y los significados de ser de la frontera. Por eso escribo acerca de la ficción del yo de Albert Lladó y sus raíces en La Meri, ese barrio con nombre de mujer que en realidad es la Ciudad Meridiana, la entrada de Bienvenidos a Barcelona con sueños de letras de Hollywood, sometida a una telaraña de carreteras y de autopistas desconectadas de lo que estaban a punto de ser las Olimpiadas del 92. Una periferia del mestizaje de apellidos andaluces y extremeños que antes y entonces eran sinónimos de excluidos obreros del pedigrí de pertenencia, lo mismo que de la fascinación de los hijos del dinero, como los chicos de Les Corts, a adentrarse en el barranco destinado a ser un cementerio y donde Samaranch el demiurgo de las Olimpiadas y su revolución construyó una colmena de gente abonada al desahucio.

Allí, con el sueño también de Maragall y el atentado de ETA en Hipercord, crecen en torno a La Guarida Jordi el Catalán, Juanito El Rubio, Jaime el Cabrero y Fabio el Gitano, aprendiendo las lecciones de los veinte fascículos de la Biblioteca de Jóvenes Castores (fantástico el juego del alargamiento con palabras que se entrelazan formando frases y el desarrollo de una historia) y de las enseñanzas de Gabriel, acompañado siempre de su perro Bakunin, acerca de la épica de la resistencia y del espíritu libertario con citas de Wittgenstein. De su alianza de sueños, de la ausencia de la madre, de sensibilidad y pulso con las adversidades, surge la agencia de detectives Scooby Doo en la que se adiestran en miradas indagatorias más allá de las apariencias, y en el sabor del triunfo. No puede faltar en la confección de todo mapa de iniciación la sombra negra del caballo de la droga, aunque Lladó llega tarde a sus estragos en los setenta y que tantos barrios, amistades y familias destrozó, ni la violencia de género ni los malos como el Amable y Urraca, ni tampoco ellas: Eva, Núria, Anna, la esperanza del amor en aquellas periferias sociales de la España en blanco y negro, que hoy es de un desvaído technicolor. Protagonismo necesario para los espacios icónicos de estas historias de estirpe literaria comparten la plaza Roja, la Papelería Revilux y el Bar Sport, centros neurálgicos de su amistad indestructible en los márgenes de la sociedad.

No hay amargura en la novela, pero sí muchas viejas preguntas a las que ninguna respuesta generacional satisfacen, y también un lenguaje limpio, que mantiene con dignidad la historia e incide en la frontera como hogar, y en el lenguaje de la mirada como educación de la identidad.