Dos de la madrugada en el estado de Indiana. Mi hijo de tres meses acaba de caer rendido en su cuna. Ha sido una batalla épica, sin tregua, como la de esos guerreros homéricos. Solamente ahora tengo la sensación de que la noche al fin me pertenece. Mi recompensa saber que dispongo de unas cuantas horas antes de que el despertador me devuelva a la oficina.

El silbido de un tren irrumpe en esta oscuridad de pequeños héroes doblegados. Es un sonido lejano, casi imperceptible. Me atrevería a decir que parece un suspiro salido de un hombre moribundo. No sé por qué, de repente mi habitación comienza a poblarse con los rostros de mis amigos de la playa. Llevo tantos años sin verlos que se han convertido en una colección de fantasmas. Por alguna razón dejaron de veranear en Águilas y yo los fui olvidando poco a poco.

Inmediatamente me viene a la cabeza Cuenta conmigo, la adaptación cinematográfica de Rob Rainer sobre la novela de Stephen King, y la promesa que hicimos de recorrer las vías ferroviarias imitando a sus protagonistas. Recuerdo la noche en la que vimos la película con especial cariño. El viaje de aquellos cuatro amigos en busca de un cadáver secreto nos dejó sin palabras. También nosotros estábamos en ese precipicio de la adolescencia, con un pie aún hundido en las ilusiones de la infancia y el otro aterrizando en la edad adulta.

Los días posteriores los pasamos dándole vueltas a nuestra escapada. Lo estudiamos todo con enorme minuciosidad: las escalas, los sacos de dormir, la comida, teníamos hasta un paquete de cigarrillos que robamos de la bolsa de playa de una pobre señora. El punto de partida sería la parte trasera de nuestra urbanización. Más allá del muro de tres metros se abría un campo minado de botellas rotas y alacranes. Entre los arbustos, a ratos relucientes, aparecían las vías del tren, origen del camino de nuestros sueños.

Si este proyecto me apasionaba era, sin lugar a dudas, por las montañas de Jaravía. Habría dado cualquier cosa por atravesarlas a pie. Aquella era la tierra de los westerns con los que mi abuelo pasaba las tardes cuando la etapa del Tour de Francia terminaba. Nunca he sentido tan cerca la mitología del lejano Oeste como en aquel desierto de matorrales y chicharras. Cada vez que pasaba por allí imaginaba persecuciones a caballo, tiroteos por desfiladeros o botellas de Bourbon a la luz de una hoguera. Y luego estaba, en el horizonte, el mar luminoso de Terreros con sus acantilados al más puro estilo de Normandía y la Isla Negra enfrente inundando el paisaje de misterio.

Nuestra conversación siempre se desvanecía en la estación de Lorca. Un sentimiento de irrealidad nos recordaba que las grandes aventuras solo suceden en ciertas ficciones. Mis amigos no tardaban en salirse de la historia y comenzaban a hablar sobre otros temas más asequibles. Pero a mí me gustaba permanecer en esa especie de palacio colonial al menos durante unos segundos.

Cuando pienso en ella me acuerdo del tren en blanco y negro que Louis Lumiere filmó a finales del siglo XIX. Se trata de un documento de apenas 50 segundos que refleja perfectamente la fuerza con la que el cine iba a irrumpir en el mundo. Si eran espectadores de Qué grande es el cine seguro que les resultará familiar aquella locomotora inundando la pantalla bajo los compases de Moon River en su cabecera. Cada vez que la veo vuelvo a tener 7 años y correteo por la estación de Sutullena hasta que el rugido del cercanías me paraliza. Con ese sonido metálico empezaban muchos de nuestros veranos.

Ahora que miro aquella época a través del tiempo comprendo que siempre vamos a debernos una epopeya ferroviaria como la de Cuenta conmigo. Puede que un partido de fútbol o una nueva vecina nos hiciese olvidar nuestra promesa. Quién sabe. Pero hay algo eterno en esta película de lo que ninguno pudimos escapar. Hablo del final de la inocencia, de hacerse mayor de repente, de no volver a ver a los grandes amigos del verano. Rob Rainer lo contó a través de Stand by me, la canción mágica de Ben E. King. Nosotros, en un silencio absoluto, ni siquiera lo vimos pasar. Sencillamente nos sucedió.