Me sorprendería mucho que este artículo cayese en manos del señor Flannagan, un alto ejecutivo de la empresa donde trabajo. Me puedo equivocar, por supuesto, pero no parece el tipo de persona que frecuente la sección cultural de un periódico. Apostaría a que él es más de la revista Forbes y ese tipo de literatura financiera que a mí me resulta tan ajena. Eso siempre que la montaña de correos electrónicos contra la que lucha diariamente le deje algún hueco libre.

Lo encontré una vez fuera de la oficina. Yo venía de ver Toy Story 4 y mi estómago se moría por una cerveza gigante con su proporcional hamburguesa. Entré en uno de esos bares que amenizan la vida nocturna en el Medio Oeste de Estados Unidos y allí estaba, compartiendo mesa con otros ejecutivos de la zona, bebiendo y riendo a los pies de una banda de música local. Me llamó nada más reconocerme y me pidió que me uniera a ellos. Tengo que decir que en aquel encuentro conocí a otra persona, muy próxima y también humana. Nada que ver con ese señor estricto de los días laborables.

Nuestra conversación subió de tono en el momento en el que se me ocurrió pedir unos dry martinis. No podemos residir en Estados Unidos y no probar la bebida por antonomasia de los dioses del Hollywood clásico. En cuanto mojó los labios en ese relámpago su cara se transformó y sus ojos se encendieron. Por unos instantes mantuvo la respiración. Comenzó, después de la gesta líquida, a hablarme de su verano. Me decía que creía estar viviendo en una cárcel de barrotes húmedos, eso sí, con vistas inmejorables al lago de nuestra ciudad. Su familia se había marchado a pasar las vacaciones a alguna playa del Mediterráneo y él contaba las semanas para unirse a ellos.

Inmediatamente me vino a la cabeza La tentación vive arriba, aquella comedia loca de Billy Wilder. Una versión mejorada de la historia del señor Flannagan. En la película, Tom Ewell es un náufrago recorriendo las calles de Manhattan en el mes de agosto. Le ha prometido a su esposa que durante su ausencia será un buen chico: nada de alcohol, ni de tabaco, ni de llegar tarde a casa, solo trabajo y buenos hábitos. Todo se viene abajo cuando conoce a la nueva inquilina del apartamento de arriba. Nada más y nada menos que Marilyn Monroe, un volcán en plena erupción durante los años 50.

Si esta obra sigue celebrándose hoy es, sin lugar a dudas, por esa imagen de Marilyn sobre un conducto de ventilación del metro de Nueva York. Unos vagones bajo sus pies levantan una columna de aire y ella defiende sus piernas desnudas con una sonrisa que es la historia del cine. Pero no encontrarán esta mítica instantánea en el montaje de Wilder. Los planos que recogen el alboroto de su falda se cortan a escasos centímetros de sus rodillas. Una verdadera lástima. La escena pide un plano general a gritos. Sobre todo después de la fotografía tomada por Sam Shaw para la campaña publicitaria y que ha quedado en el recuerdo colectivo. Pocas veces se ha conseguido atrapar el verano con tanto acierto, se puede sentir la combustión de la noche neoyorquina abrazando el cuerpo de Marilyn. Y luego está Tom Ewell acechándola. En su mirada se cruzan todas las tentaciones del infierno estival.

La otra peculiaridad de la secuencia es su localización. Una primera tentativa se hizo en el 586 de la Avenida Lexington de Nueva York. La presencia de Marilyn despertó tal revuelo que cientos de admiradores se presentaron el día del rodaje en las inmediaciones. Imaginen el tumulto. Las voces arruinaron la filmación y tuvieron que repetirla en los estudios de la Fox en California.

La noche con el señor Flannagan siguió por unos derroteros que nada tienen que ver con la película. Terminamos, varios martinis después, jugando una partida de billar en un tugurio, más cerca de la atmósfera gris de El buscavidas que de los placeres ideados por Billy Wilder. La realidad siempre es menos interesante y las tentaciones nunca tienen la forma de Marilyn Monroe. Pese a todo yo no pierdo la esperanza.