«Tomates pera, tomates raf, de Almería y Murcia (los mejores), rosa de Barbastro y kumato. Hay variedad y buen precio. Tomates sin virus y tomates para ensaladas, contra todo tipo de pandemias. Para la señora y el señor. El hijo y la amiga. La abuela y el nieto. Vengan aquí, que tengo tomates para todos». Me acerco al puesto sorprendido ante los gritos del tendero. Llevaba meses sin acercarme a la Plaza de Abastos. La fruta y la verdura se me presentan como criaturas de un paraíso perdido. La cotidianidad se resiste a morir a pesar del confinamiento. Hay vida más allá de mi casa, pienso con emoción.

Si Cela estuviese vivo, escribiría de nuevo La colmena en este mercado. Cada puesto es un campamento galo. Resisten con arcos y flechas el avance temeroso de la enfermedad. Las pescaderías muestran su producto fresco, marisco recién llegado de Galicia, me anuncia el pescadero. Es un hombre que mañana cumplirá 65 años, confiesa. «Y mientras el virus no lo impida, seguiré trabajando», sentencia mientras me muestra mejillones rebajados de precio. Entre puesto y puesto, sin embargo, existe una distancia que no se salva con el carrito de la compra. Los clientes tienen miedo. Ha bajado el número de ventas. No han descansado ni un día y pienso en la 'nueva normalidad' de los comerciantes, que para ellos ya es vieja. Tantos días como llevamos encerrados. Mascarillas, guantes, jabón desinfectante, pagar con monedas no, mejor con tarjeta. No se olvide de volver, aquí le estaremos esperando.

El cliente se marcha y queda un murmullo en el mercado. Cada puesto es una conversación abierta. Una preocupación entre lechugas y olivas negras. Los hijos en paro. El hermano enfermo. «Mi nuera, médico (y aún no le han hecho test)». La vida transcurre a un ritmo diferente. El virus nos ha encerrado a todos en casa, pero los mercados siguen una pauta diferente de tiempo, como si no se rigiesen por las mismas normas. Y la mañana trascurre entre charlas y saludos espontáneos.

Entonces me acuerdo de Cela. Vivimos en colmenas mudas. En cada casa, una conversación rompe la monotonía. Nos distrae el ladrido de un perro. El claxon de un coche. Sonidos que pertenecían, en el mundo de ayer, a la cotidianidad y que ahora echamos de menos. Entre los vecinos hay un abismo. Un tabique y un silencio. En el mercado, en cambio, la vida sigue igual. Con guantes y mascarilla, sí, con distancia de seguridad, pero tal y como Cela lo escribió en los años cincuenta.