Los españoles están descubriendo en este confinamiento el mundo que Orwell imaginó para 1984. Incluso no hace falta haberlo leído para sufrir sus consecuencias. Nuestra pandemia trajo consigo la ventaja de convertirnos en personajes literarios de lo más pintoresco. La lectura es un asunto menor en este caso.

Raro es que en las 38 jornadas que llevamos de cuarentena no haya pasado un día sin que alguien, en periódicos, radios y redes sociales, citase la novela de Orwell como una profecía cumplida. Muchos políticos que están ahora gobernando se han pasado su carrera advirtiendo del peligro de devenir en esa dictadura perfecta orwelliana. Rodeaban el Congreso ante la inminente amenaza, pero la ironía del destino quiere que sea con ellos al timón cuando estamos más cerca de cumplirla.

Porque nunca antes un presidente había tenido tanto poder en la era democrática. La población sobrevive confinada en sus casas. Salir a la calle es arriesgarse a ser multado. Muchos han perdido sus trabajos, o lo que es peor, destruirán el de cientos de compañeros y amigos. La asfixia económica se compagina con una falta de libertad absoluta. Los ciudadanos hemos concedido nuestro bien más preciado a cambio de seguridad. Preferimos estar vivos a ser libres. La batalla ideológica oficial de las últimas semanas se esfuerza en perseguir supuestos bulos que se vierten en las redes sociales. Parece que el derecho a la discrepancia también será perseguido, con beneplácito del CIS. El Gobierno de todos y de todas está más preocupado en perseguir esas 'mentiras"' (imagino que la de los otros, no las suyas, que las hay) que de traer material sanitario a los hospitales.

En la distopía de Orwell, había cuatro ministerios. El Ministerio del Amor, que imponía una neolengua (ya saben, 'portavoza', 'monomarental', 'un ERTE no es un despido'...) y se preocupaba de la lealtad de sus ciudadanos, «porque de esta saldremos unidos». El de la Paz, trasunto de la Guerra. El de la Abundancia, encargado de racionalizar los productos ante su escasez (controlar el precio de unas mascarillas que no hay). Y el de la Verdad, que establecía una historia oficial, un único relato válido. Este último parece haber saltado también de las páginas de la novela a nuestra vida cotidiana.

Tal vez aquel ciudadano que no haya escuchado hablar nunca de 1984 esté algo cansado de toda esta situación. Le gustaría, en su distopía particular, que hubiese menos amor, menos paz, menos abundancia y menos verdad, pero sí más test, más mascarillas, y sobre todo, más sentido común. Al menos alguien al mando que no insistiese en perseguir fantasmas mientras 65 sanitarios de Cartagena están en cuarentena porque sus mascarillas eran defectuosas.