Poco se está hablando de la importancia del café en esta cuarentena. Somos muchos los que, taza en mano, nos asomamos a la ventana mientras escuchamos el parte informativo en la radio y leemos el periódico con la ilusión de encontrar una realidad distinta a la que nos toca vivir. Por mi calle, a esas horas, veo un desfile de médicos y enfermeros que acuden a su puesto de trabajo. También vagabundos, que se disputan los portales con esfuerzo y resignación después de que el camión de limpieza los haya echado. El exterior parece un lugar desapacible que cambia solo cuando el calor del café empaña mis cristales.

El café es lo que me mantiene a salvo, pienso a menudo. Aferrarse a la realidad es siempre más difícil. Hay situaciones que no cambian con el paso de los días. La máquina del café me espera a las ocho en punto de la mañana. Tarda 40 segundos en elaborar un buen café. Cinco minutos después, lo estoy saboreando de pie, asomado al balcón. En torno a las once y media se publicarán las nuevas cifras de muertos del día de ayer. Abruma pensar que 750 fallecidos son una buena noticia. El atributo denota la superficialidad a la que hemos llegado en este arte de contar y pasar página. Un café equivale a 750 muertos y a una portada de periódico. Y 27 días de confinamiento.

Pienso también (porque beber café es leerlo) en Virgilio Piñera. El poeta cubano es poco conocido en nuestro país. En Cuba, en cambio, fue perseguido y censurado. No por anticastrista (apenas tuvo tiempo para serlo), sino por homosexual. Comunismo y homosexualidad nunca se han entendido bien, si no que le pregunten a Pasolini.

Pero Piñera escribió La isla en peso, un extenso poema donde el hombre se sentaba en la terraza de su casa a esperar, atrapado por una cárcel sin barrotes, la isla, y una celda espiritual hecha, ladrillo a ladrillo, por todos los dictadores que ha sufrido Cuba. No hay mejor expresión que sus propios versos: «La maldita circunstancia del agua por todas partes/ me obliga a sentarme en la mesa del café».

Compartimos con Piñera el café. Pero nosotros no estamos rodeados de agua. Nuestros muros no son tangibles. El virus es invisible. Se esconde tras las cifras de fallecidos, en las listas de contagios y en el colapso de los hospitales.

Continúa Piñera: «Mientras los muchachos se despojaban de sus ropas para nadar/doce personas morían en un cuarto por compresión».

Mientras escribo este artículo habrán muerto cientos de personas. Mientras usted lo lee, otras tantas. Exijamos, al menos, que el café sea de buena calidad.