La fascinación por el comunismo se cura leyendo. O viviendo en un país comunista unos meses. Tampoco hay que excederse con el experimento. Dijo Octavio Paz que el siglo XX es el lugar de las grandes utopías convertidas en campos de concentración. De Auschwitz a Magadán hay un hilo que conecta las dos caras de la infamia. En medio, millones de víctimas. Tantas que apenas se pueden contar.

De aquellos días nos queda un regusto amargo. Los aniversarios siempre son momentos incómodos. Volver la vista al pasado requiere un ejercicio de autocontrol que muchos no están dispuestos a acometer. Hoy vivimos tiempos en los que en la Universidad de Granada cuelga durante unos días (lo he visto, en la facultad de Ciencias Políticas) un cartel de seis metros con la efigie de Stalin y el lema «En defensa de Stalin». Son unos niños, pensarán. Cuando uno es joven se cometen muchas tonterías. Ya saben: «Cuba es el único modelo de consumo sostenible». La melancolía del dictador, que dirán algunos.

Y sin embargo, hoy las letras también adquieren el tono de la valentía y de la honradez intelectual. Les hablo de Leonardo Padura. Padura es un escritor cubano apasionado de la novela policial y enamorado de su barrio natal, Mantilla, uno de los más pobres de La Habana. El escritor realizó uno de los mayores milagros literarios que llevamos en este siglo XXI: escribir El hombre que amaba a los perros.

Podríamos considerar a la novela como una obra total, de esas que se quedan en las librerías durante décadas y que pasan de lector a lector sin el peso de las generaciones. Pero su libro es mucho más que eso. Supone un relato histórico del fanatismo que arrastró al siglo XX. En dos continentes, en ambas orillas, la obra de Padura experimenta con las palabras el dolor y el sufrimiento de una multitud hambrienta de libertad, temerosa y castigada por el comunismo.

El libro cuenta tres historias difíciles. No hay heroicidad en sus protagonistas. Solamente supervivencia y fanatismo. Todo gira en torno a Ramón Mercader, un comunista catalán criado bajo las bombas de la Guerra Civil Española y el odio que le inculca su madre, Caridad Mercader, un trasunto de Stalin. La Guerra Civil que cuenta Padura es la de los conflictos internos del bando republicano, la de los numerosos golpes de Estado entre comunistas y anarquistas. Un testimonio veraz y una condena: los españoles debían elegir entre el fascismo militar y la locura comunista. Con el final del conflicto bélico, Mercader es reclutado por la NKVD (el servicio secreto soviético) y pasará a ser un agente secreto al servicio del líder supremo. Su objetivo, preparado con celo durante años, será matar a Trotski. París y México, sus dos ciudades de acción. La historia de Ramón Mercader es la de un religioso extremista cuya creencia es solamente una: el comunismo. No duda en engañar a medio mundo, en renunciar a su familia, en sacrificarse por la causa. Todos los actos anteriores están justificados cuando llega el momento culminante: clavarle a Trotski un piolet en la cabeza. Y lo hizo, un 21 de agosto de 1940.

La muerte de Trotski conmocionó al mundo y sirvió de advertencia a todos aquellos que quisiesen huir: de Stalin nadie puede salvarse. Su vida es también un trasunto de revoluciones y asesinatos revestidos de intelectualidad. La mano derecha de Lenin fue el primer presidente del Soviet Revolucionario y el jefe del ejército Rojo. Sin Trotski no había revolución. Sin él, el comunismo hoy sería una de tantas ideas que no llegaron a cuajar en el siglo de los pensamientos peregrinos. Pero su vida también es apasionante. Tras la muerte de Lenin, y con la llegada de Stalin al poder, se inicia una caza sin descanso, que le hará recorrer medio mundo, desde el gulag hasta Turquía, Francia y finalmente México. Allí se rodeará de artistas. Pasará sus noches con Frida Kahlo y sus días con Diego Rivera. Sufrirá varios atentados, entre ellos el de Siqueiros, uno de los más grandes muralistas mexicanos, stalinista, más papista que el papa de Moscú. Pero sus felices días, los de Trotski, acaban el día en que se cruza con Ramón Mercader en el despacho de su casa de la calle Viena. Hoy muchos imitan sus gafas redondas, su perilla, sus posturas de lector intenso y sus chalecos. Es un personaje seductor, dejando de lado los millones de muertes que provocó, indirecta o directamente, en sus ratos libres, mientras apartaba sus ojos de la lectura de Kant.

Pero tratar el pasado siempre es más fácil que el presente. Y precisamente el hoy es lo que convierte a Padura en una de las mejores voces en español. La tercera historia contada en El hombre que amaba a los perros es la de un joven cubano, uno de tantos que mira fijamente al mar deseando huir de esa cárcel paradisíaca. Su hermano, homosexual perseguido, ya lo hizo, y murió en el intento. Aquel joven cubano vive en el ostracismo absoluto. Ha sido purgado del periódico en el que trabajaba. Sus novelas no las quiere publicar nadie. Es un hombre que soporta el peso de un régimen dictatorial, que camina por la playa y enseña al mundo las heridas de Cuba, la máscara diabólica del país que los Castro han diseñado. Entre Moscú y La Habana no solo hay un piolet.

Tuve la oportunidad de asistir a un curso impartido por Padura en Granada. Le pregunté con cierto temor algo que me perseguía en cada línea de su novela. «¿Cómo ha podido usted escribir esto viviendo en Cuba?». Me sorprendió su sinceridad. No rehuyó el tema. Dijo que él era un hombre con suerte, amparado por su éxito y sus libros. Pero que la mayoría de cubanos que querían escribir padecen una brutal censura y persecución. Probablemente no se atrevan a tocar a Padura. Su fama es demasiado inmensa en el mundo de las letras como para censurarlo

Padura es un escritor necesario, que actúa desde un lugar del mundo donde es peligroso pensar y escribir. Es la conciencia del siglo XX. El recordatorio de que aún existen dictaduras en el mundo. Su lectura cura el mal de altura que seduce a muchos apasionados y nostálgicos del comunismo, ya sea en la Universidad pública o en un ministerio. Aquí ofrezco la medicina. Lean a Padura.