Por qué lo llaman 'literatura de no ficción' cuando quieren decir 'autobiografía'? La llamada 'literatura de no ficción' se compone, en general, de autobiografías que ponen el foco en un elemento particular. Ordesa, de Manuel Vilas, gira en torno a la muerte de los padres. La hora violeta, de Sergio del Molino, a la muerte de su hijo pequeño, en la línea de Mortal y rosa, de Francisco Umbral. Tiempo de vida, de Marcos Giralt, apunta a la figura del padre, tal y como hiciera Philip Roth en Patrimonio. Todas ellas las he leído con fruición, algunas, con más fruición que otras, claro; y especial delectación me brindó El dolor de los demás, de Miguel Ángel Hernández. Que el autor murciano recalara en este género no puede suscitar estupor, dado el protagonismo que la memoria y el pasado han tenido en todas sus obras. «Creo que uno de los temas constantes de mi narrativa, prácticamente desde el principio, es la cuestión de la memoria, los diversos modos en los que el pasado se introduce en el presente.

Eso está ahí en mi primer libro de cuentos, Infraleve, y también en Cuaderno [...] duelo, que son libros atravesados por la pérdida y por la obsesión por recuperar algo de aquello que se ha ido para siempre, incluso aunque sea mínimo; lo que queda en el espejo cuando dejas de mirarte, por decirlo de manera metafórica. El duelo, el recuerdo y la presencia del pasado en el presente (que son también la clave de mis ensayos, especialmente el dedicado a las relaciones entre Walter Benjamin y el arte contemporáneo) aparecen con fuerza, sobre todo, en mis dos últimas novelas. Aunque podrían parecen alejadas, El instante de peligro y El dolor de los demás, son dos caras de una misma idea: la obsesión por encontrar el modo de dar cuenta de aquello que una vez se tuvo y ya nunca más volverá. En El instante de peligro el pensamiento sobre la memoria y el pasado aparece de modo explícito, en las tesis de la historia de Walter Benjamin, que acompañan la narración del libro. En El dolor de los demás la teoría está más incorporada a la historia que se narra. Pero en ambos casos se reflexiona en torno a la tangibilidad del pasado, a esa fuerza densa del recuerdo, y también se habla de la potencia -o los límites- de la escritura para, por un lado, preservarla, y, por otro, rescatarla y activarla en el presente».

La persistencia de la memoria

Conozco a personas de envidiable sentido práctico que, sin excesiva dificultad, dejan atrás el pasado. Pasan página. Superan. Olvidan. Yo no. No paso ninguna página. No olvido nada. No supero nada. Todo mi pasado se me adhiere como una costra a la piel. A veces duele. A veces no. A veces calienta. A veces aflige y a veces recrea. Intuyo que Miguel Ángel es de los míos. «El pasado no ha pasado, decía Faulkner. Y es así. No existe un corte entre pasado, presente y futuro. Habitamos una temporalidad múltiple, una maraña de tiempos».

Alguien que así piensa, pues, era solo cuestión de tiempo que llegara a esta suerte de género autobiográfico. «Eso no lo tengo tan claro. Aunque es cierto que, desde el principio, mis textos están atravesados por lo autobiográfico, o al menos por experiencias basadas en lo real. Incluso mis textos de ficción pura, como Intento de escapada o El instante de peligro. Pero no hay una correspondencia directa entre el trabajo de la memoria y lo autobiográfico. De hecho, la novela que tengo en mente ahora trabaja sobre la memoria, pero es una ficción pura, sin elementos autobiográficos. Dicho esto, tal vez mi interés en la no-ficción venga dado por mi formación de historiador (del arte) y la atención a la realidad. Mis textos siempre han tenido un tono ensayístico, una tendencia a reflexionar sobre un mundo real que acababa irrumpiendo en la ficción. En los últimos años, es cierto que ha ido ganando terreno. Es evidente en El dolor de los demás. Y también lo es en mis diarios, que son algo así como laboratorios de escritura, lugares en los que surgen las ideas y se esbozan experiencias que después pueden servir para proyectos más meditados. La escritura en esos textos es una especie de dispositivo para cercar y detener lo real. En un tiempo como el presente, en el que todo está perdiendo consistencia, escribir sobre la realidad es una manera de evitar su desaparición».

Móvil y evanescente

El dolor de los demás ha cosechado un enorme éxito de crítica y de público. El objetivo confesado del texto es el de exorcizar los demonios de una época (niñez, pubertad). Exorcizar los demonios de la tediosa vida en la huerta de Murcia. De la depresión de la madre. De un amigo que se convirtió en criminal. De una libido incipiente. En ese sentido, el libro supone un fracaso confeso: los demonios no solo no caen víctimas de exorcismo alguno, sino que han sido conjurados. «Más que para exorcizar demonios, comencé a escribir la novela para aclarar el pasado y para aclararme con él, para poner en orden sentimientos, emociones y eventos que en mi mente estaban desordenados. Intenté escribir para ordenar el caos y arrojar luz sobre una oscuridad que me perseguía. Pronto, sin embargo, me di cuenta de que ese intento de ordenación del pasado no se parece demasiado a cuando uno ordena una mesa o una habitación. A diferencia de las cosas y los muebles, el pasado no se está quieto en un lugar. Se parece al mercurio: cuando uno trata de agarrarlo, se mueve hacia otro lugar. No se puede coger, solo rodear. El pasado es móvil y evanescente. Y en la relación que se establece con él no podemos dominarlo. Porque no somos nosotros los que lo traemos a voluntad. Vuelve cuando menos uno se lo espera. La escritura solo nos hace verlo, rozarlo, pero no aprisionarlo o dominarlo del todo. Es por tanto un fracaso. Pero solo en la medida en que creamos que las cosas sanan de una vez y para siempre. La escritura funciona, más que como una prisión permanente, como una especie de armadura caduca que nos hace acercarnos a eso que sigue ardiendo. Nos protege, pero también nos quema. Son muchas las metáforas que podemos utilizar, pero ninguna funciona del todo. La cuestión es que no se supera el pasado, nunca, tan sólo se aprende a convivir con la herida, a caminar con los fantasmas. Tal vez a mirarlos a la cara».

Miguel Ángel Hernández activa en El dolor de los demás todos los resortes de una autobiografía sin recovecos: no hay detalle de su vida que quede a salvo del ansia literaturizadora. Sus hábitos de escritura, los vericuetos de sus relaciones con familiares y amigos, sus fantasías al hacerse una paja. Mucho rubor, asumo. «Es extraño, pero no demasiado. Tal vez sea porque llego a esa novela después de haber escrito diarios públicos en los que relato mi vida sin el filtro de la ficción. Tanto Presente continuo como Aquí y ahora son ejercicios de intimidad pública que me han ido curtiendo a perder la vergüenza a esa apertura en canal y a pecho descubierto. En El dolor de los demás, aunque sea una novela sin-ficción -como la denomina Cercas-, sigue siendo una novela. Y ahí puedo ocultarme algo más que en mis diarios. Pero en cualquier caso: no hay rubor, porque uno está en todo momento en control de lo que hace. Me preocupa mucho más el modo en que aparecen los demás que el modo en que lo hago yo. Al fin y al cabo, yo soy quien escribo y quien decido qué mostrar y qué ocultar, pero los demás no han pedido aparecer; de alguna manera, son marionetas. Y debo tratarlos con respeto. El miedo es ese: no desnudarse uno mismo, sino desnudar a los demás. Quizá ese sea también el límite. En El dolor de los demás lo es: llegar solo hasta cierto lugar; hasta la libertad o la dignidad del otro. Pero yo€ conmigo, no tengo ninguna piedad».