Había decidido que sería un verano arqueológico. De entre las frustraciones que se van acumulando con el paso del tiempo, siempre quedará en un escalón superior la de no haber sido Indiana Jones, más allá de no saber utilizar el látigo. Al menos, me hubiese conformado con un sombrero y un pincel, y que las horas de sol se posaran en mis espaldas mientras iba desenterrando, poco a poco, fragmentos de cerámica tan rotos que nunca podrían unirse.

El autobús se detuvo en Porta San Sebastiano. Había dejado atrás el Circo Massimo y las Termas de Caracalla. Ante nosotros, el inicio de la vía Appia Antica, el resquicio más hermoso que el viajero pueda encontrar de la Roma antigua: acueductos convertidos en fósiles, iglesias paleocristianas por las que intentó huir Pedro (domine, quo vadis?) y una pradera verde salpicada de mármol. Sí, estábamos caminando sobre el cementerio más grande el mundo.

Justo bajo nuestros pies se extendía un laberinto de pasillos estrechos y oscuros, donde los primeros cristianos se escondían ante la persecución de los emperadores. Malos tiempos para la fe, en una ciudad a la que apenas le cabían más dioses. La vía Appia Antica quedaba a las afueras de la urbe, por eso los primeros cristianos organizaban su resistencia fuera de las murallas. Allí rezaban a Cristo. Entre charcos de agua podrida soñaban un mundo mejor, en esta vida o en la otra, y cerraban los ojos cuando escuchaban el paso agitado de las legiones partir hacia el sur.

Los primeros cristianos fueron en su mayoría analfabetos. Este dato es el más importante de nuestra historia. Caminaba aquel verano arqueológico, como les decía, por una de tantas catacumbas. Tal vez la de San Calixto. Tal vez la de San Sebastiano. El guía iluminaba nuestras pisadas para no tropezar. Bajábamos niveles y el frío aumentaba. Llegamos a estar a diez metros bajo el suelo. Por las calles de aquella ciudad subterránea apenas cabía una persona. A derecha e izquierda, todo eran tumbas. La mayoría de ellas simples estructuras de barro sin decoración. Alguien, hace dos mil años, mezcló un poco de barro, agua y cañas, y le dio la forma de un sarcófago. Después, escribió con un cálamo un nombre y apenas una frase.

Me detuve en muchas. La mayoría no podía descifrarlas, entre el mal estado de conservación y mi errónea decisión de no acabar Filología Clásica. Pero hubo una entre todas que me asaltó. Pasó casi desapercibida. La memoria intenta construir ese momento y siempre se reproduce en mi cabeza con pequeñas diferencias. La luz y la emoción es la misma, en cambio. Sobre un muro de arcilla un graffiti se mostraba escueto: «Nil et nil». Observé bien los trazos imperfectos. La erosión que el tiempo y la humedad habían provocado en las letras, casi borradas. Y sobre todo, la pobreza de aquella tumba. Apenas una tabla de barro, con una cifra y un dibujo que parecía ser una paloma. No más.

El guía acudió a mi interés. Me explicó que muchas de las tumbas que se conservan tienen la particularidad de estar escritas mal en latín. Para ser más exactos: plagadas de faltas de ortografía. La mayoría de los cristianos primitivos eran analfabetos. Esclavos, campesinos y ganaderos que se abrazaban a la nueva fe en la esperanza de un mundo mejor. El nivel de alfabetización era tan escaso que solamente los patricios convertidos podían llegar a entender un evangelio.

Intenté traducir la inscripción. La llevo pegada a mi ser desde el momento en que la vi. «Nil et nil». Con la ayuda del guía descubrimos al menos cuatro errores y faltas de concordancia. El experto me sugirió una solución elegante. Debería estar escrito «Ex nihil ad nihil». Por estos lugares no andaba Virgilio, pero tampoco hay que ponerse estupendos. Pensé durante unos segundos y se me iluminó una vela milenaria. «Desde la nada hacia la nada». La traducción no podía ser otra. Justo al lado del dibujo, una cifra. Pequeña y letal. Unos meses y unos días. No recuerdo cuántos. Estábamos ante la tumba de un niño que no llegó a los seis meses de vida.

Imagino a aquel campesino, llevando en una pequeña urna el cadáver de su hijo. Ha dejado el arado aparcado bajo un árbol y se dirige en una procesión sencilla, junto a su mujer, hacia las afueras de la ciudad. Son cristianos, pero lo mantienen en secreto. Sus padres se lo inculcaron. También le enseñaron a escribir, hasta que el campo llamó a filas. De aquellos días le ha quedado un dominio rústico del lenguaje. Al menos sabe juntar las letras. Se oculta bajo la tierra para no ser descubierto. Deposita el cuerpo inerte en uno de los miles de vanos que se abren en las paredes. Los muertos ya suman más que los vivos. Coge un trozo de piedra, acaso un cálamo, y escribe lo primero que se le cruza por su dolorido sentir. Su hijo, que hace seis meses no era nada, vuelve a la nada. Un mensaje desolador. No hay lugar para la esperanza.

No cabía un dios para ese pobre campesino. Sin embargo, aquellas tres palabras acuciadas por los errores ortográficos y el hambre respiran más profundidad que media literatura universal. Nunca he leído en una expresión tan breve y contundente un mensaje tan desolador. Dante bajó al infierno en más de 14.000 versos. Petrarca inventó una nueva poesía por la muerte de Laura. Calderón huyó de la muerte en centenares de comedias. Pavese la encontró en un espejo y en multitud de noches en vela. Pero un hombre sin rostro ni nombre la retrató sin necesidad de saber escribir. Fueron tres palabras en un mal latín. Y sin rastro de Virgilio.