Dijo Bolaño una vez que todos tenemos la librería que nos merecemos, salvo quienes no tienen librería. Esta máxima es extensible a las ciudades. Cada ciudad tiene la librería que se merece. Yo he vivido en unas cuantas (ciudades y librerías), y todas me han parecido estupendas e inabarcables. Detenerme en sus escaparates, recorrer sus pasillos hipnotizado, tocar el papel y curiosear las portadas, todo eso forma parte de un rito iniciático del que el lector a buen seguro se sentirá identificado. Así recuerdo la librería Sostiene Pereira, en Granada, bajo el Arco Elvira, cuya sala es una cueva encantada. O los numerosos quioscos verdes que orillan el Sena, cuyos libros recorren la historia olvidados. Incluso una librería diminuta en Bombay, donde intentaron venderme la vida de Alejandro Magno como un Quijote.

También he visto cerrar unas cuantas. Los lectores nos quedamos como Loth, convertida en sal, cuando miramos hacia los estantes vacíos, contemplando la ciudad prohibida. Otras es mejor que no hubiesen abierto. Utilizan los libros como reclamo. El interior es solamente una decepción continuada. Llevo trece años sin vivir en mi ciudad, y la frase de Bolaño me ha acompañado desde el primer momento en que la leí.

¿Por qué aquel lector de quince años que iba al instituto no podía tener una librería decente en la que perderse con un librero al que acosar a preguntas? Lorca, mi ciudad, fue siempre como la Ferrara de Bassani: hermosa pero con un presente que apenas puede soportar las piedras del pasado. Y sus lecturas, claro está.

Hace apenas unos meses, con la llegada del otoño, abrió en Lorca una nueva librería. Futuro Imperfecto. Leí en un periódico que dos ingenieros de Madrid habían decidido, cansados ya de luchar cada día en su Troya de números, izar velas y echarse a la mar del sur. El viaje durará lo que dure, pero mientras tanto, que haya libros. Hablé con ellos en estas Navidades. Me atendió Roger, el tímido encargado, mientras curioseaba, más que los libros, los lectores que se agolpaban ante las nuevas estanterías.

Le fui sincero y me alegré por todos aquellos lectores que acudían a Murcia a cubrir los huecos que sus bibliotecas reclamaban. Recordé de nuevo a Bolaño y sus inseparables Ulises Lima y Arturo Belano, que entraban con dieciocho años en la Librería de Cristal y del Sótano a robar libros o a leerlos de pie, en varias sesiones. El México D.F. de los sesenta en Los detectives salvajes era una ciudad peligrosa, muy diferente a la provinciana Lorca. Denle tiempo a los libros. Y a los libreros.

Aquel día iba buscando algunos regalos de urgencia. El colgajo de Lançon es apropiado para todo aquel que viva en este mundo. Lo sabía Roger, que me lo ofreció. Es un libro, además, que se debe leer sabiendo de la existencia de Sumisión de Houellebecq. Son las memorias de uno de los supervivientes del atentado contra Charlie Hebdo. Una nueva forma de echar de menos París, le dije a Julio.

Pero también me urgía una lectura para mí. Los amantes de los libros necesitan comprar nuevo material antes incluso de haber acabado el que se tiene entre manos. Me gusta sacarlo de la estantería o de la bolsa, ponerlo encima de la mesilla, como si necesitase calentarse, días antes de abrirlo por primera vez.

En aquella ocasión, sufrí un flechazo. Y Roger estaba delante. Hay títulos que empiezan conquistando el alma con un mero sintagma. Me ocurrió con El infinito en un junco, de Irene Vallejo. En efecto, el título alude al material con el que se hacen los papiros, el antecedente más perfecto de los libros y del papel de periódico que ustedes tocan ahora mismo. En él se reflexiona sobre la historia de la lectura, la necesidad del hombre en la Antigüedad de reunir libros, como si fuesen seres queridos o dioses. Los pensamientos de Irene Vallejo son los de todo amante de la lectura, pero expresados en una prosa dulce y poética que nunca resulta excesiva. El infinito en un junco es también un libro de libros. Recordar aquellas lecturas que los años ya van dejando atrás. Un homenaje sentido al mundo del libro y las bibliotecas. Partiendo de la Biblioteca de Alejandría, se viaja desde Homero a El nombre de la rosa y su bibliotecario, Jorge de Burgos, cuya codicia por los libros le hace destruirlos todos. La obra de Irene Vallejo es el futuro imperfecto, pero desde el pasado.

Se cuenta en el libro una anécdota que me dejó impresionado: el rey Ptolomeo de Egipto mandó una compañía de ladrones, mezcla de eruditos y maleantes, para ir a los reinos extranjeros y robar los libros más preciados en las bibliotecas de sus capitales. Robar después de leer, como si en realidad la vida fuese como El club Dumas de Pérez Reverte y su Lucas Corso, que vivía de los libros que estafaba a los familiares de los bibliófilos, ellos ávidos de dólares, él de ediciones antiguas.

No subestimen el poder de una buena librería. Este año, la noticia en mi ciudad no ha sido el escaso alumbrado, o la falta de restaurantes, o las pocas ofertas de ocio, más allá de un centro comercial que rivaliza con Massachussets. Este año, en la ciudad más ferraresa de España, el tema de conversación ha sido la nueva librería. Y en ella, venden libros, y no solo novedades. Algo tan sencillo como libros de papel. Y la culpa es de dos ingenieros. Que las llamas de Alejandría tarden en llegar. Que se llenen de papiros sus estanterías. Los lectores, al final, siempre acabamos encontrando el puerto.