Álvaro Peña sabe dibujar. Traza contornos definidos que delinean figuras en hipnóticas contorsiones: «Y eso que me llegaron a enseñar que no se debía pintar la línea». Álvaro Peña sabe utilizar los colores. Punzantes, chillones, pizpiretos: «Creo que en el colorido está mi principal innovación en mi estilo actual». Hace dos años firmó un delicioso cartel para el Bando de la Huerta; huertanos tradicionales, con sus chalecos, sus refajos, sus zaragüeles, no faltaba el clavel de un color sangre desvaído y, de fondo, una multicolor explosión incandescente. ¿No se sentirá incómodo un innovador (¿podría decir 'transgresor?') con tan tradicional temática?

«Al ser una fiesta de mi tierra y que había vivido de manera activa desde pequeño, me hizo mucha ilusión. Eso sí, avisé de que ofrecería una visión actual. Pinté una familia murciana que se prepara para salir el día del bando y esa actualización venía dada por el entorno, donde la fiesta estaba representada mediante una explosión de color».

Ese es Álvaro Peña. Figuras bien delineadas y colorido contundente. Cuesta trabajo decidir si es de los pintores dibujantes, que priman el trazo, o de ramalazo impresionista, donde el color lo es todo. «No quiero abandonar la figura, la considero una parte fundamental de la creación. Toulouse-Lautrec llegó a afirmar que la figura era lo más importante en la pintura, que el paisaje era el atrezzo. Yo considero la figura el eje sobre el que se vertebra una obra, pero la composición, la parte más importante de cualquier cuadro, cobra mucho protagonismo mediante la ornamentación en forma de color o manchas negras que la doten de intensidad. Cada obra es una ubicación de la figura en el espacio que ocupa. Como la vida de cada uno de nosotros es una búsqueda del entorno que nos hará felices».

'Entorno', una palabra que aparece de manera casi compulsiva en el relato del pintor murciano. Casi tanto como 'color'. Sospecho que, en su vocabulario y en su obra, las hace sinónimas. No se hallarán en Peña habitaciones, ni paisajes, ni nada que no sea color. Colores. Esa es la marca de la casa. «Ubico la figura en un entorno neutro, sin objetos materiales que estorben, como sillas, mesas o habitáculos. Coloco las figuras donde deben estar: en un plano de composición espacial». La combinación de la figura intensa, del vacío de fondo y del colorido contundente convierte sus cuadros en una especie de soledad alegre, de jovialidad desguarnecida.

El artista es, por definición, un exhibicionista. Se desnuda el escritor en sus páginas, el actor sobre el escenario y el pintor sobre el lienzo. Muestra lo más profundo de sí. Con pudor o sin él, pero con descaro. Tal vez sea por ello que recuerda con especial entusiasmo la obra que pintó en directo en la Galeria Akimbo de Shanghai. «Después, además, estuve recibiendo visitas que me comentaban lo que les gustaba o preguntas sobre mi obra. Lo titulé El jardín de Sthendal, por las sensaciones que me transmitieron los visitantes en los días en que estuve pintando ante ellos».

El colorido de Álvaro Peña es furibundamente mediterráneo; sus cuadros son un limonar ubérrimo, un campo de naranjos, un cielo zarco, un mar añil, la flor del almendro. Aunque percibo que se le apaga un tanto el arcoíris en la serie en la que trabaja, basada en la obra de Simone de Beauvoir, con la liberación de la mujer como temática. «Aunque se trate de series temáticas, tiendo a considerar cada obra como un universo propio. Cada obra comienza y acaba en sí misma». Se trata de un tema al que ya ha realizado algún acercamiento. Hace unos años, le encargaron una obra para celebrar el Día de la Mujer en las exóticas tierras de Florida, como artista invitado de la ciudad de Hialeah, de la que yo - no sé ustedes - no había oído hablar hasta ahora.

Ha llegado el momento de sincerarme con mis lectores. Es llegada la hora de decirles lo que pienso del arte abstracto y conceptual; del mal llamado 'arte moderno' o 'posmoderno', de sus 'vanguardias'. De la empresa acometida por Kandinsky y sus figuras de colorines y de Duchamp y su urinario. Esto, a lo que solo por abuso semántico se puede denominar 'arte', no vive sino de la literatura construida a su alrededor; de las interpretaciones pretendidamente filosóficas y de una pretenciosa exégesis pseudointelectual. Ante un Rubens, ante un Rembrandt, ante un Monet, uno siente automáticamente el anhelo de belleza, el empeño puesto en una noble creación. Ante el meadero de Duchamp uno solo puede esperar que alguien de superior conocimiento (normalmente profesor de alguna facultad de disciplina humanística) elabore una explicación, rayana en lo ininteligible, sobre el recóndito significado de la obra. Cerremos ARCO, la feria de arte contemporáneo célebre por su ridiculez, y echemos sal para que nada nunca vuelva a levantarse en su lugar.

«Entiendo lo que dices, y yo, que he realizado incursiones en este tipo de arte, me contengo para que mi minimalismo no derive en lo abstracto, porque sigo creyendo que el dibujo es importante. Gran parte de mis referentes actuales fueron grandes dibujantes: Modigliani, Klimt o Egon Schiele». La huella de Schiele en Álvaro Peña es indudable. Schiele, le digo, es uno de mis pintores predilectos: inquietante, provocador, agónico. Un hijo de su época, el fin de siglo vienés, tan angustiada por el tabú sexual. Un dibujante hecho y derecho, sin inclinaciones hacia el declive conceptualista. Ruego al pintor murciano que no se salga de esta vereda.

«Yo, en los últimos tiempos, he aprendido a disfrutar de un Tàpies, por ejemplo. Y yo he pintado en estilo muy realista; he pintado la catedral y las palmeras de Ricote y todo eso. Hasta que algo se quebró en mí y abandoné el paisaje, evolucionando hacia figuras elementales, reteniendo solo lo esencial. Pero conservo el nivel representacional, no me abandono a la mera expresión de emociones mediante colores y figuras».

No nos falles, Álvaro. Sigue pintando como sabes.