No es ningún secreto que a Arturo Pérez-Reverte le chiflan las películas del Oeste y en particular la épica sosegada e intensa de John Ford. Así que en medio de uno de los tropecientos visionados de la 'Trilogía de la Caballería' firmada por el director -ese medirse con la violencia como una forma de sobrevivir, la fraternidad masculina a prueba de bomba y unos valores añejos pero que en fondo, queramos o no, nos interpelan a todos y a todas- se le encendió la bombilla. Si Ford había sido capaz de construir una épica con las historias de frontera, él no iba a ser menos rescatando a un personaje que la adoctrinadora escuela franquista hizo que todavía hoy miremos con suspicacia y resentimiento. El Cid Campeador. Pionero con Don Pelayo de la supuesta 'cruzada nacional', sin comerlo ni beberlo. De hecho, la terrible estepa castellana como territorio de frontera y Rodrigo Díaz de Vivar parecen desde un principio la localización y el personaje perfectos para el escritor, tan amante de las pendencias dialécticas como de las históricas. El resultado es 'Sidi' (Alfaguara), su nueva novela, en la que recupera las andanzas más oscuras del personaje, las del destierro tras la jura de Santa Gadea, donde la leyenda quiere que el guerrero obligara al rey de León a jurar que no había asesinado a su hermano. Y es que las suspicacias frente a la monarquía vienen de lejos.

Asegura el escritor que hay muchos cides, el histórico, el de la leyenda, el manipulado y que él ha construido el suyo, el que le interesa. "Del Cid histórico, el de verdad, conocemos un 20% como mucho, el resto es leyenda. Eso me permitía a mí, siendo fiel a esas tradiciones, crear mi propia leyenda, con documentación, claro, imaginación y mi propia experiencia en conflictos de frontera", asegura en referencia a sus antiguas andanzas como corresponsal de guerra que suele sacar a colación en casi todas las entrevistas. "He visto a hombres en fronteras difíciles levantarse en combate y echar a correr mientras le seguían 40 tíos. Eso no se improvisa, ese hombre ha hecho un trabajo previo". De ahí que el tema de fondo de su novela sea para él el del liderazgo, concebido a la vieja manera, tan masculina ella -"pero es que estoy hablando de la guerra en el siglo XI y no he quitado a ninguna mujer de ese retrato, sencillamente no estaba en el campo de batalla y si lo estaba se convertía o en botín o en presa para los depredadores. Tampoco he puesto a un amigo del Cid que sea negro", dice reivindicativo intentando no aplicar, dice, los criterios morales del siglo XXI donde no toca.

Con los moros y los cristianos

Con mayor efusión -y mira que se las gasta- defiende a su héroe de las tergiversaciones, en estos tiempos en los que Vox tiende a adoptar a Díaz de Vivar como santo patrono. "No me envilezcas al Cid -dice con voz tonante- vinculándolo a esa gente. Yo nací en 1951 y me eduqué en los maristas, allí al Cid le ponían camisa azul. Luego con la democracia, la izquierda española en vez de limpiar esa épica de la basura franquista y la retórica casposa miró acomplejada hacia otro lado, rechazándola. Así el Cid acabó convirtiéndose en patrimonio de la derecha porque se la regalaron". De hecho, lejos de ser un campeón de la cristiandad, el héroe luchó tanto para el reino de León como para los musulmanes de Zaragoza.

No hay en la novela dobles lecturas, dice, ni guiños ocultos a la actualidad. Y niega en redondo que la figura más antipática de la novela, la del conde de Barcelona Berenguer Ramón II (al que llamaban el fratricida por razones evidentes), pueda tener un cierto eco con la situación catalana. "Es que entonces no había catalanes. Ellos eran francos, gente superior, europeos que consideraban a los árabes y a los cristianos de la península poco menos que salvajes. Pero en fin, yo no quiero cambiar el mundo, yo sencillamente cuento historias".