El Festival de Teatro, Música y Danza de San Javier levantó este miércoles el telón de su 50 aniversario con el concierto de Jane Birkin y la Orquesta Sinfónica de la Región de Murcia -bajo la impecable batuta de Virginia Martínez-, junto a la que la también actriz británica repasó muchas de las canciones escritas por Lucien Ginsburg (aka Serge Gainsbourg) para ella y otras intérpretes como Juliette Gréco, Isabelle Adjani, France Gall y la mismísima Brigitte Bardot.

El tributo de la diva -acompañada además al piano por el autor de las orquestaciones y arreglos- a su amante y colaborador hizo aflorar resonancias culturales imprescindibles y emociones intensamente agridulces. Jane y Serge protagonizaron una gran historia que estuvo lejos de ser un camino de rosas. De aquella descarada lolita que escandalizó a la sociedad de su época queda el recuerdo de una explícita sensualidad suavizada por la sonrisa dentuda y la inocencia infantil.

En términos de popularidad, Gainsbourg fue un dios en Francia («fue nuestro Baudelaire, nuestro Apollinaire», dijo el presidente Mitterrand, cuando murió), y en cambio prácticamente un gran desconocido fuera de su país; y si no lo fue del todo ha sido y es gracias al éxito de su lúbrico e inmarchitable Je t'aime moi non plus. Probó todos los géneros (jazz, rock sinfónico, afrocubano, dance, funk reggae, rap...), y en todos dio muestras de una capacidad innata para la melodía pegadiza y los juegos de palabras brillantes. Supo además rodearse de arreglistas enormes, aunque es probable que su propia vida, tan llena de excesos, haya contribuido a eclipsar en cierto modo sus hallazgos como compositor y letrista superdotado.

Así, en San Javier, Jane Birkin volvía la mirada una vez más hacia la obra de su inseparable Serge, y lo cierto es que a esas canciones no les sienta mal el traje de gala orquestal, suntuoso pero nada impostado. Se trata de las canciones recreadas en el disco Birkin/Gainsbourg: le symphonique, como esa minúscula Ces petits riens que abrió el concierto en un auditorio excepcionalmente silencioso y expectante, al tercio de su aforo; canciones maravillosamente conducidas por Virginia Martínez que ganaron nuevos colores y sabores: la OSRM las propulsaba con fuerza en los pasajes más épicos, o las llevaba en volandas durante los momentos más melancólicos. Hay que cuidar, mimar a nuestra Sinfónica, que es un motivo de orgullo. De hecho, Lady Jane aplaudió a la orquesta en varias ocasiones, estrechó la mano del concertino tras un solo celestial en Une chose entre autres, y abrazó a la directora en prueba de felicitación: «Serge estaría muy emocionado y yo también», dijo agradecida en español leyendo unos carteles.

En directo, Birkin no es una gran cantante, pero suple esa carencia con el encanto que desprende. Actriz antes que vocalista, la que llevó a París la frescura del swinging London, ya ha cumplido los 72, pero sigue seductora a su manera, con cierto aire Anny Hall, ataviada con traje negro, camisa blanca y bambas blancas. Es una dama con clase, de sonrisa magnética y voz tenue que mejora cuanto más cerca está del susurro. Y es que la voz de Birkin fue siempre extraña: una dulce pureza aniñada con un toque áspero. Algo de todo eso queda, pero domina la aspereza. Le costaba alcanzar cada nota, pero casi no importó que canciones como Baby alone in Babylone, Amour des feintes o Jane B adolecieran de su intensidad original; fue de agradecer que nos las devolviera desde el brillo de una vida vivida en plenitud.

Con arreglos del japonés Nobuyuki Nakajima -búsquenlo en los créditos de varios álbumes de Sakamoto-, actual colaborador musical de Birkin, que se encargaba del piano, las canciones (casi todas baladas, excepto la chifladura de La Gadoue y la ineludible -si homenajeas a Serge- Requiem pour un con), estaban cuidadosamente elegidas, y muchas de ellas fueron originalmente cantadas por Birkin en sus años de colaboración con Gainsbourg. La orquesta tenía mucho que hacer: las canciones también permitían animadas expansiones -en modo tango con L'Anamour y con magníficos valses en Jane B y Valse de Melody- y efectos que las versiones originales -para banda de club pequeño- no contenían, como el toque anárquico en las trompetas de Ballade de Johnny Jane, las cuerdas impresionistas en Une chose entre autres, y la variedad de efectos orquestales en Exercise en forme de Z, desde las trompetas y la rapidez de un musical de los años treinta a la suavidad de las cuerdas y un glissando de arpa.

Quizás la exuberante orquestación pudo borrar en algún momento el encantador minimalismo o lo estrambótico de la obra original de Gainsbourg, pero se trataba de una retrospectiva nostálgica; situarlo en una especie de más allá suntuoso y centelleante parece un homenaje apropiado en cierto modo. No obstante, la orquestación también les fue que ni pintada a los préstamos de música clásica, bastante frecuentes en Gainsbourg: Peer Gynt, de Grieg para Lost song; la de Brahms para Baby alone in Babylone, o el Preludio en Mi menor de Chopin para Jane B. En el medley instrumental sonó de nuevo Chopin ( Lemon incest), y además Je t'aime moi non plus -supongo que la razón principal es que se trata de una canción a dos voces-, The Initial BB, Ma Lou Marilou y My Lady Heroine. Esa pequeña y bien construida suite orquestal terminó dando paso a La Javanaise, el inevitable broche de oro de la noche, que como apunta la letra, logró que siguiéramos amándola en el tiempo que dura la canción.

Jane Birkin será siempre en el recuerdo colectivo «aquella chica que cantó Je t'aime moi non plus con Serge Gainsbourg»; un mito eternamente joven de la cultura pop. Es ella. Son las canciones. Es Gainsbourg. Los arreglos orquestales revelaron lo inteligente y tierno que pudo llegar a ser.