Una de las más hermosas historias de amor que yo recuerde es la relación romántica entre Yorkie y Kelly. Estas dos mujeres son las protagonistas del cuarto episodio de la tercera temporada de Black Mirror, una serie de la plataforma Netflix. Sí, aquella que ganó dos premios Grammy. Vi ese episodio, San Junípero, varias veces, siendo una maravillosa oportunidad para identificar claramente la ying-yangiana relación entre ellas: Kelly era extrovertida y energética; Yorky, callada y sumisa.

Ruego que tengan piedad de mí si les suena la alerta de spoiler. La serie Black Mirror -resultado de unos brillantes guionistas seguidores de Timothy Leary- es una adaptación de la serie La dimensión desconocida, de finales de los años cincuenta, y de la serie tecno-paranoica Los límites exteriores, de principios de los noventa.

San Junípero, llamado así en homenaje al llamado 'Apóstol de California', es un pueblo costero ambientado en los años ochenta, y la trama se desarrolla principalmente en una discoteca llena de jóvenes bailando y ligando al ritmo del pop-rock, y llevando esas inolvidables chaquetas vintage de anchos hombros.

Entonces, saltando hasta el final del episodio, tras una difícil decisión, Kelly decide quedarse con Yorky en San Junípero, en una casa perfecta frente al océano en las afueras del pueblo. La escena final toca el corazón de nosotros, la Generación X que bailaba con la MTV, viendo cómo las amantes se alejaban con las notas de Heaven is a place on Earth, de Belinda Carlisle.

¿Se ha detenido a caracterizar la naturaleza de estas versiones no religiosas del Paraíso? He aquí otra buena pregunta: ¿Cuál es la propuesta de estos seguidores del amplio espectro del Transhumanismo?

El filósofo sueco Nick Bostrom no ofreció ninguna definición directa del tema en su trabajo seminal de 1998. No obstante, encontramos una definición algo dispersa en el libro Religion and Transhumanism, de Calvin Mercer, como «un movimiento cultural e intelectual que aboga por el uso de las tecnologías emergentes para cambiar las características humanas».

Tal como se propone en San Junípero, si uno carga un mapeo completo de objetos 'mentales' en una especie de procesador de redes neurales para, entonces, copiar perfectamente esa 'mente', a la sazón la fuente orgánica de esa 'mente' -sea lo que sea- permanece intacta. Potencialmente, el nuevo sentiente -como un duplicado meticuloso de esa 'mente' orgánica- sobrevivirá siempre que haya una fuente de energía y un medio digital.

Por tanto, nos encontramos con otro palabro a tomar en cuenta: 'Consciencia' (con 's', por favor). De la misma forma que 'mente', no sabemos exactamente qué es ni cómo se origina. Tampoco sabemos si podemos reducir la consciencia a 'ser', 'estar' o 'sentirse' conscientes. Si alguna vez llegamos a comprender lo que hay detrás de estos términos, ¿será todavía necesario homo-formar el universo cibernético como lo hemos venido haciendo?

Los fans absolutistas del amor hacia la tecnología podrían acusarme de que lo de la 'consciencia' es un rollo lingüístico sin más. Su inquisitorial positivismo podría quemarme en la hoguera debido a mis dudas sobre algo tan simple como la mera capacidad de reconocerse a uno mismo en un medio ambiente en relación con la información de ese medio. En el espacio vacío no hay estímulos y, por tanto, no puede haber 'consciencia', dicen.

El siguiente paso según la trama, sería observar qué clase de algoritmos controlarían el proceso de duplicado de esa 'mente' o 'consciencia'. Los algoritmos, aún hoy en día, requieren de un creador humano, un primum movens, que reclamaría Aristóteles; es decir, los desarrolladores de software. No tendré que disculparme con algunos de mis colegas de Silicon Valley, ¿pero qué tipo de desarrolladores crearían un medio digital paradisíaco, eterno e infinito como el que vemos en San Junípero? Pues los que quieren sexo y ego. Qué fácil es adivinar la naturaleza de los dioses a través de la conducta de sus criaturas€

Nos contaba Ovidio que Narciso hablaba consigo mismo, caminando por montañas y atravesando valles. En su monólogo, Eros, dios del amor, le escuchó y quiso castigar su insolencia y presunción. Disparó dos flechas: una para Eco, una ninfa muda que al instante se enamoró de él; la otra, para el propio Narciso, al cual puso la trampa de verse reflejado en las aguas por el eco de su voz. Pues bien, San Junípero es una muestra de esa tendencia narcisista y tecnoantropocéntrica, de nuestro deseo por la inmortalidad. No hay nada de malo en querer ser inmortal -o mortal si se prefiere- siempre y cuando la tecnología continúe en su papel de herramienta para unos fines, y no como un agente potenciador del rendimiento mezclado con trances eróticos que completamente desestabilizarían -habiéndose enamorado de su propia imagen- los estamentos políticos, económicos, sociales y culturales desde donde surgiera.

Sexo eterno y consolación del bajo ego. Una clara receta para la distopía.