En justicia renace, nos brota, el recuerdo de la pintora y poeta María Dolores Andreo (Alhama de Murcia 1934/2006) con una exposición de sus Marinas, en la tierra adentro de su Alhama natal. Mujer, antes que nada, sensible a espumas y amores, es -siempre lo fue- una figura insustituible en la plástica y la poesía de nuestro siglo XX. Una personalidad magnífica que debiéramos magnificar, por grandeza, talento y sensibilidades llenas de vida y belleza.

No solo fue pionera por su dedicación y condición femenina, sino que, siendo así, fue artista experimental en cuanto a técnicas y formas de expresión. Notables fueron sus primeros grabados en piedra, verdaderas litografías y no como otras que se consideran tales cuando se trata de falsedades en offset. La autenticidad fue otra de las virtudes de la artista que compartió espacios expositivos hasta con Pablo Picasso; Murcia es así de sorprendente y de olvidadiza.

Los mares, las mares,de Andreo son poéticos/as, fraternales, cromáticos de color de espejos dorados, de suaves y lineales rosas y enrojecidos cielos. Pintó en Madrid entre el murmullo feroz del tráfico del centro de la capital; imaginando azules degradados hasta la palidez del celeste, que también es mar; también lo hizo en el respiro de su casa familiar, de su pueblo. Hizo de la pintura aroma y perfume vecino de la literatura, hija de su poesía y verso.

La dama expresionista, como me gusta llamarle, fue una belleza del alma y un conjuro de la elegancia; recuerdo sus manos, verla pintar en horizontal con los novedosos acrílicos y los llorosos ‘Cristos’ crucificados y dolidos de espinas; se me entretiene la memoria en su pelo que fue encaneciendo siendo ella misma el gran misterio que representaba. Su nombre está, sin duda alguna, en la mejor memoria plástica de Murcia, en la nómina de ilustres tan generosa en reconocimientos y distinciones a quienes no las merecen; esquivas para quienes son ejemplo veraz de una creatividad vigente por décadas, hasta hoy mismo.

María Dolores Andreo llevaba los mares, los suyos y nuestros, habitados a veces, a cuestas; Neruda la hubiese llamado, con razón, oceánica; sus aguas son las mismas que cantase el de Isla negra, mansas y abruptas y violentadas con el coraje que pide la vida. Los ojos de María Dolores eran vivos y así los sigo viendo ahora reflejados en sus cuadros, llenos de orillas y vaivenes danzantes y salinos.

Dama, señora, poeta o poetisa, como gusten, pintora admirable son sus voces que la describirían con justeza, quizá tan solo aparente. Para mí fue una de mis grandes fortunas conocerla joven -con treinta y seis años ella- y montar con su obra creo que tres exposiciones individuales de excepción; tratando de llamar la atención, en aquel tiempo, de su importancia y trascendencia.

Sus trazos fueron soberbios; pintaba con paletinas -pinceles planos- enardecidos al tiempo que calmados. Estas ráfagas de pintura creen estar en lo cierto y casi siempre, esto es lo cierto, son certeras. Con ellas amordaza la pintora unas formas que pugnan por romper esa fuerte membrana que las envuelve en un embalaje para el traslado de la abstracción, donde han vivido, a la nueva figuración, donde se situaron, y así el traslado se hizo sin menoscabo de su integridad y lozanía.

Es evidente que la pintura palpita en estas ráfagas que fueron en camino de una mayor identificación; es muy hermoso el aliento y la vigencia que hay en esta pintura de María Dolores Andreo. Un acierto la intención de su municipio de crear un espacio permanente para su obra, ese sería el mejor de los homenajes posibles.