La vuelta espiritual de Mariano Ballester con su obra en exposición antológica en el Museo de Alcantarilla es un acontecimiento memorable; un reconocimiento y una resurrección de la memoria y el ánimo, del afecto de la ciudad a su insigne hijo. Ha sido un gran esfuerzo reunir más de medio centenar de obras importantes del pintor que también fue grabador, escultor y ceramista; un gran trabajo de la Concejalía de Cultura ayudada por el comisario artístico Joaquín Cantón y la inmensa aportación de Antonio Ballester Les Ventes, hijo del artista.

De Mariano Ballester se ha escrito mucho, se sabe de él; le conocimos intensamente, sabemos de su ternura a las claras al mirar su pintura, de su recelo imaginario y su falsa apariencia de seriedad; hemos vivido su humor y apreciado su ironía y esa alegría inmutable que desprenden sus cuadros. Aquí los hay y de todas las épocas; el artista se ocupó de dejarnos, en publicaciones, los gráficos de papel milimetrado con las líneas que abarcan, en el tiempo, la cronología de sus distintas etapas. Es una guía impagable. Reconocemos en la muestra del Museo de la Huerta huellas de su Belle epòque (El coche amarillo); de la época de Puente Nuevo, que compartió con César Arias y Ceferino Moreno; descubrimos algún trabajo sobre los negros parisinos (Maternidad negra); los retratos de 'confetti' y la época de yesos blancos. Los cuadros del 71 a partir de la Embajada Artística Zero a Puerto Lumbreras (Vieja recogiendo carbón); después de la Beca March para pintar los áridos de Tabernas y Mojácar. El pintor experimentó sobre muchos materiales, en especial sobre el esmalte. Pero conocemos su etapa madrileña austera de la Escuela de San Fernando, cuando pintó las Tabaqueras del Rastro; y los grandes retratos: el de Monique, su mujer, premio Villacis. Toda su vida se rodeó de objetos y maravillas, de cerámicas, dirigió ese magnífico museo de la Huerta y entabló un afectivo diálogo con los niños, con sus meriendas y buñuelos; con los caramelos y los nazarenos coloraos o moraos de la Semana Santa murciana, a los que pintó con frecuencia exquisita. Mariano Ballester fue un pintor en permanente seducción de su público; nos encandilaban sus niñas de primera comunión, sus máscaras de orinal; aquel Churruca bizco; porque también hubo una etapa de miradas desviadas con todo encanto.

En la exposición también se cuelga una prueba -solo existen cinco- de La muerte del pájaro, una litografía en piedra que fue Premio Nacional de Grabado, en 1957, estampada en Francia en una piedra en la que, muchos años antes, había trabajado el mismísimo Toulouse Lautrec; en el taller de grabado de Monsieur Totín. Ante esta obra el pintor mantenía que uno de los tres niños era el culpable de la muerte del pajarillo y que la pena que manifiesta -al menos en el responsable- era ficticia; y en su buen humor nos invitaba a descubrir al autor del pajaricidio.

La vida que tuvimos la suerte de compartir con Mariano Ballester, con los Ballester, es irrepetible; todavía hoy en mis encuentros con Antonio aún nos salta alguna chispa bienhumorada de aquellos tiempos; una nostalgia agridulce que nos engrandece en el recuerdo; de los cuadros de 'gurullico' que decía mi padre y que nunca descubrimos a qué exactamente se refería. Los dos lo llevamos todo dentro. La algarabía del viejo caserón de la hoy plaza de Mariano Ballester; donde no cabía ya ni el fantasma ni los gatos que pasaban malas noches, de amor y maullidos; todo nos renace con frecuencia. La exposición de Ballester es una ocasión de oro para volver a sentir la enorme pintura de la que fue autor; en la pieza más simple, en la obesidad más golosa; en la sutileza de un lenguaje que le era propio; después de haber pintado como Cezànne, como Solana o como Picasso; después de haber nacido en Alcantarilla, en Murcia. Y habernos dejado huérfanos demasiado pronto; aunque seguimos su ejemplaridad.

MARIANO BALLESTER'Regreso al museo'MUSEO DE ALCANTARILLA O DE LA HUERTA.