Resulta que de la mano del pintor -antes que cualquier otro oficio- Vicente Martínez Gadea se puede hallar una nueva ilusión a la veracidad de la luz. Monet versus Martínez Gadea, o a la inversa; la 'impresión' del sol naciente en el puerto del Havre de hace casi siglo y medio (1872), que dio nombre peyorativo al grupo de los impresionistas, se ha convertido hoy en la luz del hogar del lector, entre las brumas de Galicia. Me explicaré. Vicente Martínez Gadea, creador, ha inaugurado una exposición de dibujos realizados en diferentes técnicas; incluyen ceras, pasteles y grafito y otras posibilidades de la materia que, en principio, podrían producir rechazo: los brillos de oro, por ejemplo; también con sabiduría ha utilizado papeles, supuestamente, de deshecho que, hechos a mano, tienen más de un siglo. La muestra, en Arquitectura de Barrio, de Murcia, respira talento, magia y sabiduría. A las pinceladas como lenguas de gato de los que acecharon al amanecer al paisaje, les ha dado variedad, haciendo posible una novedad artística después de un sinfín de propuestas pasadas por la historia del arte y de la pintura. He aquí el milagro de esta colección creada en Galicia a partir de un primer trabajo en negro firmado y fechado en 2015. Lo que cuento es algo extraordinario; un hallazgo, no puedo decir una sorpresa, porque todos los que conocemos al autor sabemos de su capacidad técnica, de su mano izquierda poderosísima a la hora definir, de decir y contar; de dibujar, en definitiva. La propuesta no puede ser más ambiciosa ni más auténticamente nueva, algo insólito en el mundo repetitivo actual de la pintura y el arte.

Cada centímetro de obra, bien sea paisaje o algo que escapa a lo figurativo y a la ilusión de la mirada, es un precioso espacio recreado por este maestro cada vez más pleno de energía y de dicción pictórica. En tiempos de monotonía viene Martínez Gadea a demostrarnos que la pintura puede encontrar fórmulas nunca tratadas; nacer en Monet, vivir en Seurat y llegar al siglo XXI realmente vivo y nuevo, joven y, sobre todo, auténtico. Hay verano en las obras; hay sobriedad de aquel paisaje que rodeaba al artista a la hora de manchar con absoluta delicadeza, primorosamente, alcanzando un rigor y una belleza que cautiva. Es el gran misterio y la magia de la obra de arte que es tal cosa.

La exposición, además, es variada en sus tamaños, en sus divertimentos siempre sin premura; quiero imaginar al artista con excelso primor ante el papel algo oscurecido por el tiempo, trabajando como un orfebre, con su plata y su oro dorado o blanco; sus pátinas y sus tintineantes brillos joyantes. Algunas obras resultan casi inverosímiles, afectadas de un halo de imaginación que supera un instante lúcido (esto fue lo que le ocurrió a Monet). Algunos títulos con los que ha bautizado lo expuesto, el contenido de La carpeta de Santaballa -que es como ha titulado la exposición-, dan pistas sobre los momentos cálidos de sus lápices, de sus pasteles, de su indagación en los ritmos de los puntos puntillistas: Leer en el lago, Bodegón rojo o Pobre Cimabue, en sus tres versiones.

A la vista de esta exposición podríamos afirmar que la pintura anda a salvo, que no ha muerto el espacio para una nueva sensación para los sentidos; cuestión que no es ninguna insignificancia, todo lo contrario, un bastón, un punto de apoyo para creer que en arte no todo se ha perdido, que existen, que siguen existiendo ojos nuevos, manos equilibradas y talento creativo.