En el Museo de Bellas Artes, de Murcia, en sus dos salas, se exhibe una exposición del pintor Alejandro Franco, nacido en Elche en 1951, de padres murcianos, y residente en nuestra capital desde 1977, donde ha ejercido de catedrático de Dibujo en la Escuela de Artes y Oficios. Del pintor, muy conocido y valorado, quienes le conocemos bien sabemos de dos líneas artísticas dentro de su concepto plástico. De un lado, un expresionismo matérico de excepcional calidad, y, de otro, el presentado en esta ocasión, su entrega apasionada al hiperrealismo de concreta ejecución; acuarelas en un amplísimo temario vegetal, de frutas, de objetos y de seres inertes que alguna vez tuvieron vida y que la ganan para siempre a través de la obra de este artista muy consagrado.

Titulaba que el autor se convierte en espejo de la realidad porque su talento -aunque, como decía el poeta Juan Ramón Jiménez, siempre se pinta de memoria porque los ojos solo se apartan del modelo siquiera sea un instante- se refleja en un quehacer que raya con la perfección en el dibujo. Hay espectadores a los que chirría esta ausencia de trazo voluptuoso, de gesto en libertad y enrarecen la mirada ante esta perfección de lo que se pinta de forma extraordinaria. No es así la percepción de mis ojos, que valoran la capacidad artística del autor.

Comienza la obra bien hecha con la composición del modelo, con la elección temática y una perspectiva posible o imposible; en ese inicio empieza el éxito de un final feliz. Hay ejemplos en la muestra que puedo citar: la dispersión de las pipas (numerosas) de girasol sobre la mesa, el amontonamiento de caracoles en círculo, la composición de varios elementos para un mismo espacio (los panes)..., por citar solo algunas de las obras. En algunas ocasiones están presentes modelo y obra, para una referencia del acontecimiento que ha ocurrido en la creación: son los casos de las conchas marinas o del asador, entre otros.

Franco, como el gran sabio que es en su clasicismo moderno, juega a otras propuestas con un multiplicado interés por mi parte cuando se apodera de su maestría la abstracción, por hacerse eco de un detalle de la pieza de referencia. Se llega así a dos conceptos antagónicos en el mismo lenguaje: abstracción y realismo, difícil de superar en su brillantez.

Hortalizas, frutos secos, abrasadas frutas, productos de la matanza, le sirven al pintor para engalanar una oferta de alto nivel artístico, ejecutada con paciencia de monje y exaltación del arte concebido como un realismo que desdeña cierta magia que podría considerarse, en otras ocasiones líricas, como un límite inabordable. La exposición, además, es generosísima en número de obras y tamaños, siempre adecuados al espacio del papel Arches o de similar gramaje; dicho así, lo que parece una simpleza, no lo es ante el estudio de los márgenes en blanco que ofrece cada aguada. El hiperrealismo tiene muchos cultivadores en la pintura española contemporánea.

Nunca hay que dejar al margen a Alejandro Franco porque se merece un lugar en la gran nómina de la tendencia que, a pesar de la facilidad que se le ofrece al espectador, como es obvio, guarda un misterio escondido en el interior interpretativo de cada artista. El Museo ha editado un excelente catálogo que está a la venta al precio de quince euros.