Dice Bill Evans que el decimoquinto aniversario de Soulbop -el proyecto que formó con su maestro y amigo Randy Brecker y que quedó refrendado en Soulbop band live (BHM, 2004)- merecía «algo grande». En el otro extremo del escenario, Simon Phillips, parapetado tras una ingente batería, brazos cruzados, sonríe. El melenudo y canoso batería tocó 20 años en Toto y colaboró con gente del calibre de The Who, Jeff Beck, Gary Moore, Mick Jagger, Jack Bruce o Judas Priest. La suya es, en resumen, una aportación suficiente para justificar el XL que acompaña a Soulbop en esta gira. Justo al otro lado, el teclista Otmaro Ruiz ofrece un contrapunto. Donde Phillips exhibe técnica y pegada (rozando a veces la desmesura), el venezolano saca el pincel y se dedica a matizar. Es como si su misión fuera recordar la dificultad de convivir con dos gallos en el mismo corral. Mientras, ajenos a todo, Brecker y Evans dialogan.

Se miran. Sonríen. Jalean al otro. Se vacilan y luego se abrazan. El trompetista y el saxofonista americanos están en el mismo camino -el que trazaron Dizzy Gillespie, Charlie Parker y el resto de genios del bop en los 40- desde hace lustros. Y se nota: afrontan una línea melódica y, antes de resolver, el otro ya agita los hombros de puro entusiasmo. Más que entendimiento o compenetración, lo suyo es complicidad. Ese fuego sostenido que ya no abrasa bosques, pero aún te calienta las manos.

Por momentos, resulta obsceno -morboso- observar algo tan íntimo. Con lo que nosotros hemos pasado, dicen los ojos de Brecker cuando Evans presenta a la banda. Entonces se acuerdan de Trump. Cae en El Batel una maldición que huele a zanahoria. Tiran de paleta estilística y llegan al funk. Ahí también brilla Phillips. El veterano batería tiene la versatilidad suficiente para pasar volando desde las enseñanzas de Max Roach a las de Tiki Fulwood. Intentan que en el baile haya algo amenazante, pero no les sale: lo de esta noche es una fiesta. Un cumpleaños. Dos maestros que, frente a frente, se observan las arrugas, la alopecia, los kilos de más: las muescas de haber vivido. Y sonríen, orgullosos.

Lo de Lisa Simone también es una celebración. No debe ser fácil subirse a cantar a un escenario cuando tu madre es una de las tres o cuatro voces más influyentes del siglo pasado. Sin embargo, Lisa (Stroud de nacimiento) lo afronta con honestidad. Seguramente sea la única manera: es igual de sensato adoptar el apellido Simone, reivindicar las raíces en un mundo plagado de vendehúmos posmodernos, honrar la memoria del mito y recuperar su repertorio como reinterpretar esas mismas canciones desde la otra cara de la moneda (Nina Simone nunca pensó que If you knew podría sonar tan diferente en la voz de la persona que la inspiró) y contar su parte de la historia. Aunque algunos requiebros escénicos recuerdan inevitablemente a su madre, Lisa Simone ha forjado durante años una personalidad artística propia. Sus más de 20 años en Broadway se traducen en cierto magnetismo y en una naturalidad pasmosa sobre el escenario. Además, domina lo que canta. Ha editado dos álbumes - All is well (Laborie jazz, 2014) y My world (Sound Surveyor Music, 2016)- que abarcan jazz vocal, R&B, folk y soul.

Otra de las virtudes de su propuesta es la banda. Un batería carismático, a veces desquiciado y a veces dulce como Fred Astaire bailando sobre arena; un bajista clásico, eficiente, certero, y un guitarrista que vive en los discos de Terry Callier. Impecables. Y ahí reside la única pega: en ocasiones, la banda suena demasiado limpia. La injusta comparación con Nina Simone surge de forma automática, pero no es la única. En la música de Lisa se echa en falta algo de suciedad. Alguna sombra. Es aquello que dijo Dylan, lo de que los cantantes blancos se recrean en sus penas cuando las cantan y los negros las cantan para expulsarlas. Hasta la más mínima arruga en el alma de los grandes de la música negra resuena en sus voces.

Por suerte, Lisa sabe cuáles son sus puntos fuertes y abandona la exaltación emocional cuando el concierto está a punto de convertirse en un ejercicio de estilo. Entonces, de vuelta a la sutileza, todo vuelve a cuadrar.