''No daremos tregua a la tristeza''. ''Va por ti, Paquito''. Con palabras emocionadas dirigidas a su director Francisco Martín, fallecido este verano, se levantó el telón de la 38º edición del Cartagena Jazz, que Paquito dejó diseñada antes de morir. Madeleine Peyroux también le recordó al principio de su concierto con una canción ''de esperanza'' (Don't wait too long), y de las más jazzeras de su repertorio.

Abrió esta primera jornada de acento femenino la pizpireta y singular cantante francesa Camille Bertault. A sus 31 años, la destacan como la nueva reina del scat, y lo cierto es que domina la técnica, pero conviene no precipitarse, es mejor ir paso a paso. Lo que sí resulta indiscutible es su talento insolente y su eclecticismo. Camille es una rebelde: cuando tenía veinte años guardó las partituras, se apuntó a clases de teatro, y regresó a Ravel a través del jazz.

En su actuación, palabras, ritmos y notas se mezclan a toda velocidad de forma asombrosa, en un juego dulce, libre y desenfrenado. Tiene una gran habilidad para moverse en el escenario, buscar soluciones caprichosas y mantener contacto directo con el público. Es un huracán escénico.

Bertault no hace concesiones ni se pone límites. Siempre huye de la seguridad de lo predecible. Le gusta el riesgo del jazz. Pas de Géant es un álbum de experimentación, de extremos. La desmesurada versión que hizo de Coltrane terminaba en un grito que helaba la sangre, y hay toda una declaración de principios agazapada en Arbre Ravéologique, un estimulante recorrido por varias melodías de Ravel en apenas unos minutos con una intro de Bach. También están ahí el extremo jazz de la chanson, Brassens -en una burlona versión de Je me suis fais tout petit con un extraordinario episodio de voz imitando una trompeta y, al final, una llamada infantil: Maman-, Serge Gainsbourg -Comment te dire adieu es una adaptación en plan broken-beat del hit escrito para Françoise Hardy-?

La teatralización de Camille está particularmente presente en Je bois de Boris Vian. Se despidió con una versión de Hermeto Pascoal (Frevo novo), en la que demostró ser más que una simple gimnasta vocal. Unió jazz y entretenimiento pop. Merece atención, aunque quizás le sobre un exceso de vehemencia e histrionismo.

Atrevida como pocos

Madeleine Peyroux, enésima esperanza del jazz, boca en la que confluyen ecos de Bessie Smith y Joni Mitchell, es esquiva e inconstante. Su nuevo disco, Anthem, arroja un punto de vista sobrio, poético y provocador sobre el actual estado de cosas, y parte del jazz para aventurarse en territorio contemporáneo inexplorado donde pocos se atreverían. La curiosidad de Peyroux no tiene límites, con su singular voz, no exactamente poderosa, pero muy efectiva en su particular fraseo. Entre el encanto rústico del folk, el ardor de entrañas del blues y la sensibilidad sofisticada de Billie Holiday, Peyroux asume con aplomo una herencia que podría sonar excesivamente trillada, pero a la que ella ha dotado de una nueva personalidad.

Abordaron un equilibrado repertorio -incluyó, sobre todo, canciones del nuevo álbum, pero también de toda su carrera-, y no faltó el recuerdo del influyente Leonard Cohen en este recital en el que hubo blues, folk, americana, canción de autor... y, sí, también jazz, aunque como en las relaciones espinosas, Madeleine Peyroux puede fascinar tanto como irritar. Ahí estaba su excentricidad en esencia, con el fraseo elástico y la voluptuosa sensualidad en la parte positiva, y su inseguridad en la negativa: la herida abierta de All my heroes supuraba vulnerabilidad, que es inherente a sus registros más altos, donde se la nota menos segura.

Como demostró con Dance me to the end of love y Anthem, Peyroux no solo tiene un don y una empatía especial para interpretar la obra de Cohen, sino que además se ha rodeado de músicos tan maravillosos (ella aportaría también la guitarra y el ukelele) y sutiles que facturaban solos como gemas cuando no conjuraban grooves perfectos. Quedó claro sobre todo en You're gonna make me lonesome, relajada versión de Bob Dylan; la melancolía apareció en La javanaise, de Gainsboug, bañada en un excelente solo de melódica, y el lado más contracultural en Lazing on a sunday afternoon, una canción fumeta donde al final grazna el pájaro loco. La divertida Honey party, sobre una abeja casquivana, un samba seductor y alegre que recuerda el Vuelo del moscardón. Son himnos de la gente común, jazz para supervivientes en tiempos duros. Drogas, alcohol, y una mezcla de dificultades se ciernen en canciones como Down on me, y Last night when we were young es un guiño a la inocencia perdida. Por otra parte, The brand new deal golpea duro con su letanía final dirigida a Trump. Todo con mucha clase, muy cool, pero algo distante emocionalmente. En la manera de cantarlas hay un punto de fatalismo. O de recelo. Es eso de todo va bien, sí, pero a ver cuánto dura.

Madeleine Peyroux es una anti-star fascinante. Hacia el final se quedó sola para hacer un medley acústico en el que sobresalió una sensible versión de No soy de aquí, de Facundo Cabral, dejando respirar las canciones y los momentos, sin que remitan a ninguna otra persona. Como no, hubo momento para esa reinterpretación siempre alabada del Dance me to the end of love -sobrecogedora oda de Cohen al Holocausto-, y This is heaven to me -que cantara Lady Day-, con la que se despidió.

Madeleine Peyroux tiene el blues dentro. No es una cuestión de estilo, sino de tono vital. Su principal atractivo es esa voz desgarradora y envolvente que brilla como en un fuego de campamento nocturno, y consigue emocionar. No canta para seducir, sino para consolar y consolarse.