«Somos los zapatos, los últimos testigos. Somos zapatos de nietos y abuelos, de Praga, París y de Ámsterdam, y, como somos de tela y de cuero -y no de carne y hueso-, nos hemos salvado de arder en el infierno».

Con este extracto de Vi una montaña (Schulstein, 1947) es fácil hacerse una idea de lo que esconde el centro de exposiciones Arte Canal (Madrid), que ya en la entrada posiciona al visitante frente a estos versos, que acompañan a uno de esos vagones que pasaron de transportar ganado antes de la guerra a hacerlo con personas, deshumaninazadas por los horrores del nazismo.

«Hombres reducidos a pellejo y huesos. Cadáveres sin enterrar, toneladas de cabello humano, pilas de dientes de oro». Con todo ello se encontraron los soldados liberadores, que tuvieron que hacer frente con entereza también a relatos de lo que escondieron las cámaras de gas la mañana del 27 de enero de 1945, cuando llegaron a Auschwitz y Birkenau, tras la huida de los alemanes.

Son solo algunas de las muchas historias que encierran estos más de 600 objetos originales del campo de concentración de Auschwitz, reunidos por primera vez en la historia en una exposición itinerante -que estará en Madrid hasta junio- y coproducida por el Museo Estatal de Auschwitz-Birkenau y Musealia, con una única intención: remover la conciencia del mundo.

Esta no es la historia de un campo de concentración formado, a su vez, por cinco campos y una prisión. No es la historia de esos campos de extensión colosal situados tras varias hileras de alambradas electrificadas. No es la historia de esos barracones con dos filas de literas de dos plantas hechas con planchas de madera. Todo ello se muestra en las naves de Canal, pero es solo el contexto, el altavoz de la verdadera historia: las personas que fueron obligadas a habitarlos. «Contemplar tanta tragedia resulta pavoroso», remitía ya entonces en su comunicación el general de división, Iván Maksimóvich, y hoy queda grabado en una de las paredes del centro de exposiciones.

Una vez que los vagones se llenaban con la cuota prescrita de deportados, se cerraban las puertas. A la señal del comandante, sonaba el silbato. Se dirigían al peor de los destinos: los campos genocidas.

Para que no se olvide

Con un ambiente envolvente, Auschwitz consigue ‘despertar’ aún más al visitante frente a los horrores humanos. Esta exposición alcanza su cometido, el que los supervivientes encomendaron al pedir en su momento la construcción de un museo en el campo: no deja que caigan en el olvido las atrocidades de las que fueron capaces los hombres.

Enfermedades, palizas mortales, experimentos, trabajos forzados (con una alimentación de menos de 1.300 calorías) hasta la muerte y una selección diaria de aquellos ‘presos’ menos productivos (los que eran conocidos como ‘Muselmann’) que serían conducidos hasta las cámaras. Eran las principales causas de muerte de las víctimas del siglo XX, cuyo espíritu queda presente en cada paso de las naves que acogen la muestra y en sus objetos.

Los testimonios de las víctimas

Entre los prisioneros que se encargaban del cableado, era fácil quedarse sin los dedos de los pies o de las manos al cavar zanjas para soterrar los cables en la nieve del duro invierno o en verano con un sol abrasador, o por el atropello de las vagonetas. A los amputados los llevaban al hospital y nunca más salían, relataba Tibor Wohl. Por otro lado, los experimentos del doctor Mengele sacaron la suficiente sangre del cuello a Lidia Maksymowicz como para dejarla débil, tras tatuarle el número 70072. Una noche, la llamó y se la llevó. Poco después, la piel se le llenó de llagas y perdió la vista. Tenía cuatro años entonces.

Son historias de supervivientes que se acoplan al relato histórico del audioguía de los visitantes, cuando se acercan a algunos de los vídeos proyectados en las paredes del centro. La historia se interrumpe por un momento para apoyarse en los proyectos audiovisuales.

Ya no servía ir de pueblo en pueblo para matar a judíos y partisanos con fusiles y ametralladoras, o sitiarlos en guetos. Los judíos se empezaron a trasladar a los campos de exterminio. Allí se puso en práctica a gran escala lo que los soldados de la SS habían desarrollado en el programa ‘eutanasia’, con el que se había dado muerte a enfermos mentales y discapacitados. A eso se sumaron más experimentos homicidas, lo que convirtió a un campo de trabajo desbordado en un recinto genocida, en el que ahonda hoy la gran muestra.

Relatan las paredes de Canal que los que iban sobreviviendo a los días aseguraban no estar muertos, pero tampoco vivos. Junto a sus testimonios se observan montones de objetos de los prisioneros, todos robados por los nazis, y alojados en cobertizos conocidos como ‘Kanada’, que estuvieron siempre a rebosar de artículos, y de donde salían diariamente cinco vagones de mercancía cargados.

Cartas desde los trenes

Las cartas lanzadas desde los trenes son otras de las grandes protagonistas. Los judíos las escribían aceleradamente, y se convertían en su única esperanza para despedirse de los suyos.

Pasaportes, documentos periodísticos, fotografías, murales, literas, material quirúrgico... Resulta casi impensable encontrar tanto en una sola exposición. Pero el alcance de esta historia lo hace comprensible, porque esto es una «advertencia universal de los peligros derivados del odio y la intolerancia».

Auschwitz no solo fue el mayor campo de concentración y exterminio nazi, sino también el más letal de todos ellos: más de 1.100.000 personas fueron asesinadas tras sus alambradas.

Por eso también, y con el mayor de los respetos a sus víctimas, la muestra recoge la historia de todos los que sobrevivieron (y de los que no) a los campos de exterminio y a la marcha de la muerte, a través de sus objetos y sus testimonios. Todos ellos tuvieron que sobrevivir también al recuerdo. Y pidieron que nadie lo olvidara.