El anillo en la nariz, las tenacillas, los bastonazos, el suplicio de la cuerda, el azote que te voy a hacer probar mientras tocan las flautas como se hacía antiguamente con el esclavo rubio. Esta vez estás listo. Haré que te acuerdes de mí por el resto de tu vida natural. (Las venas de la frente se le hinchan, su rostro se congestiona). Me sentaré sobre tu otomansillademontar cada mañana después de mi cacheteante buen desayuno con lonchas de gordo jamón de Matterson y una botella de cerveza de Guinnes.

Esto es un fragmento al azar del Ulises de Joyce. Nadie se ha leído el Ulises de Joyce. O, al menos, nadie se ha leído el Ulises de Joyce y lo ha comprendido. Porque, para leer el Ulises de Joyce y comprenderlo, tendrías que ser Joyce. Esta es la idea general que flota en el ambiente de neblina y puerto antiguo de Dublín, la ciudad (su ciudad) que obsesionó al escritor hasta el punto de alejarse de ella en cuanto pudo, pero que no deja de ser una constante en sus obras. Y la Dublín de ahora sigue acordándose de su hijo pródigo: estatuas, placas en la calle y un coqueto centro de interpretación habilitado en una casa de tres pisos están consagrados al maestro.

Ahora que Air Lingus ha abierto una línea nueva para volar desde San Javier a la capital de Irlanda (hay vuelos los días impares, esto es, lunes, miércoles, viernes y domingos), la posibilidad de visitar la cuna del literato se incrementa.

Hay que cruzar el río Liffey desde el barrio del Temple Bar y caminar una media hora para dar con la zona en la que comienzan a ser patentes los vestigios de Joyce en Dublín. En el mismo puente, si no te das cuenta, pisas una placa dorada en la que se reproduce una frase del Ulises: «As he set foot on O´Connell bridge a puffball of smoke plumed up from the parapet», que viene a significar algo así como: «Tan pronto como él entró en el puente de O´Connell, una nube de humo salió del muro del puente».

Luego, la estatua del genio. Se le representa, ya en la edad madura de la vida, con la cabeza erguida, sus característicos anteojos, gabardina y un sombrero. Hay turistas que se hacen fotos con la estatua sin saber quién es el homenajeado, aunque sólo tienen que mirar la placa que hay a los pies de la escultura para enterarse.

Tras las huellas de Joyce en Dublín llega el viajero a Great Denmark Street, donde se alza Belvedere, centro regentado por jesuitas que tuvo en tiempos como alumno al escritor. Parece que le marcó, visto el recuerdo que tenía del Padre Conmee: este religioso acabó convertido en personaje del Ulises.

Caminando unos metros, en Great George's Street, se encuentra la casa reconvertida en museo consagrado a la memoria del artista. Nos hallamos en el barrio de las puertas de colores que salen en las postales de las tiendas de souvenirs. Cuenta la leyenda que cada puerta fue pintada de un color diferente para los vecinos más juerguistas, cuando llegaban de noche con unas pintas de más, supiesen cuál era su casa. Ahora es una estampa típica de la metrópoli.

En una de esas aceras, en una casa georgiana del siglo XVIII, se erige The James Joyce Centre, el lugar soñado por todo aquel que tenga intención de leerse el Ulises. Porque la mera intención de leer el Ulises ya tiene mérito de por sí. Para asimilar todos los matices del Ulises es preciso contar, para empezar, con conocimientos de gaélico, inglés, alemán y francés.

Además, «es imprescindible conocer en profundidad la situación social, política y económica de la Irlanda de principios del siglo XX, en especial todo lo relacionado con los movimientos independentistas locales, además de todas las marcas de cerveza, ungüentos, linimentos, camafeos, ligueros y sujetadores del momento. Conocer la ubicación de los principales prostíbulos, tabernas, pubs, publicaciones, iglesias, conventos, casas de okupas y mercados de ganado existentes en la época también puede resultar útil», tal y como se lee en el blog Peterpsych.

En The James Joyce Centre hay una planta baja, medio al aire libre, con coloristas murales que bien podrían estar en el Cabaret Voltaire sin desentonar un ápice. Hay un gato negro, una máquina de escribir, una caracola, trazos que parecen del Guernica, llaves cruzadas al estilo de las de San Pedro, Leopold Bloom, un lecho, sombras del pasado, voluptuosas señoras de pronunciado escote y carmín en los labios, jóvenes desnudas en un río bien de bronce, bien de sangre, clérigos, la soga de la horca, furia.

También en la planta de abajo, otro mural, más simple, recuerda los sucesos que acontecían en el planeta paralelos a la vida y milagros de James Joyce. Desde el final de la primera Gran Guerra a la invasión nazi. Y sobre el relato, cual palabra mágica, el nombre del libro que nadie se ha leído: Ulysses.

En la tercera planta de la casa, el aire se enrarece al entrar en una habitación por la que parece que no ha pasado el tiempo. Y es que no ha pasado el tiempo. La lúgubre estancia, de papeles manuscritos y dibujos inacabados, es una reconstrucción de cómo era el apartamento parisino de Paul Léon, que es donde Joyce escribió otra de sus obras difíciles de leer: Finnegan´s Wake. La escasa iluminación y las fotografías antiguas impregnan al lugar de una neblina inquietante, como venida verdaderamente de otro tiempo.

Paul Léon fue un amigo de Joyce. El mismo amigo que en 1940 llevó al embajador de Irlanda en París dos maletas repletitas de papeles que pertenecieron a su colega. Se las entregó bajo la promesa de cinco años de silencio. Y es que exigió al embajador que no las abriese nadie antes de medio siglo después de la muerte del genio. Y es que Paul había sido también secretario en funciones de Joyce, sin tomar nunca posesión del cargo, y corrector, y confidente. Y, casualmente, se llamaba en realidad. Paul Leopoldovich. Y Leopold es el nombre del personaje principal de la novela Ulises.

A Paul Léon, de origen judío, lo mataron los nazis en 1942. Los sucesores del embajador cumplieron el acuerdo: las maletas se abrieron en el año 1991.

Volviendo al Dublín del siglo XXI, en la tienda de regalos de The James Joyce Centre se pueden encontrar, además de ejemplares del Ulises, Dublineses y Retrato de un artista adolescente, ensayos y revisiones que otros autores realizaron sobre la obra del irlandés. Cómo no, tazas de café con frases de sus libros, insignias con la cara del escritor, imanes con la cara del escritor y camisetas con la cara del escritor.

Más dirigido al visitante que al oriundo. En los pubs de Dublín no se suele hablar de Joyce, como en los pubs de Madrid no se suele hablar precisamente de Cervantes. Quizás en el paseo por la ciudad del Liffey casualmente no dimos con ningún fan del fenómeno Ulises, o quizás haya que volver el 16 de junio, cuando se celebra el Bloomsday.

Por cierto, que Joyce escogió esa fecha (16 de junio) como escenario de su libro cumbre porque fue el día en que tuvo la primera cita con el amor de su vida, Nora. Dicen que ella tampoco se llegó a leer nunca el Ulises. No importa. Al final todo, la vida y la novela, forman una (parece que inmortal) historia de amor.