Ryuichi Sakamoto, la estrella electro-pop nipona, miembro fundador de la Yellow Magic Orchestra y experimentado hacedor de scores cinematográficos, aterrizaba en el Cartagena Jazz (Cartagena está que se sale, hasta el Efesé apunta a la división de honor). Experimentador incansable durante décadas, el músico y compositor juega en sus últimos dos discos, 'Playing the Piano' y 'Out of Noise', con los límites de los sonidos, con la armonía y con el ruido en un giro hacia rincones más íntimos. Música bella, emoción contenida.

La gran expectación que causó el anuncio del concierto del japonés Ryuichi Sakamoto se tradujo en un lleno absoluto. Para sus admiradores, un sueño; para sus sufridores, que también los hubo, un sueñecito. Estaban lejos, volando a mucha distancia.

No hubo la habitual presentación. Sakamoto expone su música a través de prácticas sostenibles y ecológicamente saludables, y ha creado una gira que no deja huellas de CO2 (quizá por eso el aire acondicionado no funcionó y el calor resultó sofocante por momentos. Lo mismo se trataba de que viviéramos en nuestras carnes la experiencia del cambio climático, mientras los mensajes en la pantalla intentaban concienciarnos con el patrocinio de la multinacional Audi Japan).

Se apagaron las luces y sonó una intro con sonidos acuáticos sobre un largo tono de sintetizador, y sigilosamente, en la oscuridad, entró al escenario Sakamoto, todo muy solemne, en medio de un silencio sepulcral. Combinó el material de sus dos últimos discos, conceptualmente muy distintos.

La parte inicial del concierto fue ocupada por una selección de 'Out of Noise', un álbum de corte más electrónico y experimental donde cuestiona la línea divisoria entre la música y el ruido, y cuyas piezas define como mantras. Nada mejor para romper el hielo que 'Glacier', un tema sobre el cambio climático donde pudo oírse el interior de un glaciar derritiéndose; no menos sorprendente resultó poco después 'Still Life', una pieza que se inscribe dentro del ambiente entendido como espacio en expansión.

Sumieron a parte de la audiencia en un profundo letargo antes de abordar una colección de autoversiones para piano solo de sus bandas sonoras más conocidas: 'El último emperador', 'El cielo protector', 'Thousand Knives' (un clásico referencial de sus primeros tiempos, que también pasó en su momento por el turmix de la YMO) o 'Feliz Navidad, Mr. Lawrence', en una aséptica vuelta al clasicismo de una categoría magistral.

Sólo estaban iluminados los teclados de los dos pianos. Uno preparado para ejecutar el 'playback', con un proceso muy similar al de las viejas 'frippertronics' de Fripp. Todo muy zen, muy relajante, recorriendo el teclado con las manos como si practicara tai-chi, con la cabeza inclinada.

Fue un concierto minimal, etéreo, místico, mesmerizante, ceremonial, que debe tanto a Bach como a John Cage o Satie, tan frágil como elegante, donde no hubo ni una palabra de más, ni un hola, ni un adiós, ni un gesto de empatía con el público.

Tan sólo una sonrisa esbozada tímidamente al final, entre la ovación de una audiencia que había quedado ensimismada, y el sobresalto de los que salieron de un profundo sueño.