Obituario

José Guerrero Ruiz, el maestro lorquino que abrió nuevos cauces en la enseñanza

Fallecido el pasado 20 de enero, supo inculcar a sus alumnos sus valores de libertad, curiosidad y pensamiento crítico

José Guerrero Ruiz. | TATI BATÁN

José Guerrero Ruiz. | TATI BATÁN

Nani Guerrero y José Luis Martínez Valero

Una plaza para un maestro

Mi padre, José Guerrero Ruiz, falleció en Lorca el pasado día 20 de enero. Nació el 5 de septiembre de 1941 en la calle Redón, en el barrio del Carmen de la misma localidad. Un lugar cuyo vecindario influyó muchísimo en su formación ciudadana y humana, y donde inició sus estudios en el antiguo colegio público San José, en el que tuvo como docentes a ilustres maestros de la época.

Como docente, abrió nuevos cauces en la enseñanza con su metodología moderna, que muchos disfrutamos como alumnos. Y nos supo inculcar sus valores de libertad, curiosidad y pensamiento crítico.

Mi padre fue desde niño un ávido lector y amante de las diferentes manifestaciones culturales, lo que le llevaría a colaborar activamente en la vida social, cultural y política de su querida Lorca. Su método de enseñanza, adelantado en el tiempo, se basaba en la participación de los alumnos en el aula, el valor del trabajo en grupo (al que proponía trabajos para fomentar la investigación y la creatividad) y la importancia de los viajes de estudios para completar su formación y despertar su deseo de aprender.

Para ello se basaba, fundamentalmente, en lecturas de pedagogos franceses como Paulo Freire y Célestin Freinet, y la catalana Rosa Sensat. Como maestro, ha dejado un recuerdo imborrable por su carácter abierto, humanidad, generosidad y cercanía. Mi padre y Juani (mi madre) compartieron no sólo su vida desde la adolescencia, sino también su profesión. Primero en la Escuela Unitaria de la Escucha, a la que acudían muy de mañana en Vespa hasta terminar su profesión en su querido Alfonso X, lugares en los que proyectaron su ilusión y sus ideas sobre la educación.

Mi padre tuvo la idea original, con su perfil siempre visionario, de la creación de una Cooperativa de Maestros, ya que con los sueldos que había entonces era imposible comprar una vivienda. El proyecto arrancó con la búsqueda de personas de confianza para crear un equipo. La iniciativa fue gestada sin experiencia, pero con muchísima ilusión, trabajo y responsabilidad. La gente creyó en el proyecto y en mi padre, y así se fue creando una gran comunidad de queridos vecinos que son familia.

El edificio es un claro ejemplo del legado que nos ha dejado tanto él como toda la generación de maestros, maestras y profesionales de la cooperativa, en cuyo reconocimiento le han dedicado recientemente una placa: Plaza Maestro Pepe Guerrero. En ese lugar hemos convivido hasta ahora tres generaciones. Nuestros abuelos, nuestros padres y nosotros, los niños que llegamos. Aquí hemos jugado y crecido con fuertes lazos de amistad y con una base limpia, generosa y responsable, y donde hemos pasamos los mejores años de nuestra vida.

El legado de un docente

El lunes, 21 de enero, a las cinco de la tarde, nos dejó el maestro Pepe Guerrero. Llevaba muchos meses dependiente de una máquina y me dicen todos los que iban a verlo que no había perdido el humor. Antonio Guevara ayer me lo confirmaba. Su hermano Pedro, puntualmente, me daba sus noticias, también sus hijas Nani y Sonia.

No podemos olvidar a Pepe; conviene recordar algunas cosas. Teníamos dieciséis años cuando aquel verano, de siestas infinitas, atravesábamos las calles de Lorca sin un alma, camino de la casa de Eliodoro Puche, poeta, bohemio, represaliado, víctima de aquella guerra que nos llevó a una larga posguerra. Puedo asegurar que, tanto Pepe como yo, vivimos con emoción aquellas horas en las que conversábamos por primera vez con alguien que no sólo había escrito, sino que conoció a tantos escritores. Semanalmente, nos prestaba unos libros y, cada martes, dábamos cuenta de nuestra lectura. Leer era un ejercicio de libertad.

Pepe era azul, y seguro que muchos lo recordarán en la puerta de San Francisco en aquel guirigay, cuando alzado sobre nuestros hombros venía a repetir lo de las cuadrigas, la bandera, y toda aquella ferviente emoción de dudosa ortodoxia, pues rompía con la verdadera oración, el silencio, y se transformaba en un grito.

En aquella adolescencia, Pepe ya pensaba en Juani, cuya elegancia natural, tranquila palabra y sonrisa acogedora todos habéis conocido. Como el poeta que era, se enamoró. Por aquellos años, era costumbre en Reyes dejar a las chicas cajas enormes en los balcones con pequeños regalos y poemas, declaraciones que las rimas convertían en amistosas cartas de amor.

Pepe ha sido un hombre de carácter. Recuerdo que don Alfonso, alto como una caña, jefe de estudios del instituto Ibáñez Martín, profesor de francés, nos puso en contacto con un liceo de Dijon, y allá fueron nuestras cartas. Las chicas, para nuestra sorpresa, dijeron de venir a España. La de Pepe hizo un viaje al norte con sus padres y vio algo en los montes que le pareció pretencioso: ¡Mejores no hay! La visitante entendió que era una manifestación del orgullo español. Si hubiese mirado más atentamente, habría visto que se trataba de una marca de lámparas, pero no fue así. Las relaciones quedaron rotas y las chicas nunca llegaron a conocer el Castillo, el Cejo de los Enamorados o las Alamedas, paisajes de los que continuamente les hablábamos.

Pepe me consta que escribía, componía unos textos muy breves, aforísticos, al modo de Juan Ramón, de Gómez de la Serna, de María Cegarra. Siempre me llamó la atención que se llamase Guerrero Ruiz, razón por la que alguna vez pensé que sería pariente de Juan Guerrero Ruiz, nuestro mejor lector, de origen lorquino, amigo de Juan Ramón y de todos los escritores de la primera mitad del siglo XX. Supongo que entre las cartas que todavía puedan quedar, algunos amigos quizá encuentren restos de aquellos textos. Así lograríamos enlazar los tiempos y volver a aquellos años en los que Pepe fue poeta.

Ignoro por qué dejó el verso, quizá vio que su hermano Pedro era superior y cesó en sus ensayos para convertirse en un hombre de tertulia, cuya palabra tenía entidad, cuyo análisis crítico era repetido por ser siempre oportuno.

Hace muy pocos meses se le había dedicado el espacio público que hay junto a la Casa de las Columnas o Palacio de Guevara, allí podréis leer Plaza del Maestro Pepe Guerrero. En efecto, fue maestro, profesión que nunca es fácil. Se ganaba el respeto de sus alumnos, porque era el primero que los respetaba, tenía claridad en sus exposiciones, la sonrisa siempre comprensiva, no rechazaba las equivocaciones, se servía de ellas para demostrar qué les había llevado a ese error, con lo que finalmente la verdad, la resolución certera, aparecía.

En alguna parte he dicho que, para no decir adiós, quedaremos en la plaza del Maestro Pepe Guerrero, porque es quedar con un amigo. Los amigos no desaparecen, siempre acompañan. ¡Descanse en paz!

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